03 mayo 2018

Cuando el abogado juega a la ruleta

José Ramón Chaves  Por José Ramón Chaves
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No siempre el abogado es tajante en su dictamen al cliente. No siempre está ganado o perdido el pleito. De hecho, la inmensa mayoría de los casos se mueven en el campo de lo defendible y bajo la incertidumbre propia de una ciencia jurídica, que lo mas científico que ofrece es la fuerza de la ley de la relatividad, patente en la múltiple y distinta percepción de hechos y derecho aplicables al caso concreto, que suele avivarse con la mutable jurisprudencia, la imaginativa doctrina o la estrategia del letrado de turno.

Sin embargo, hay casos en que la decisión se confía a la ruleta del azar. Alea jacta est.

Un primer bloque son aquellos casos en que por riesgos derivados de avances tecnológicos o por tratarse de la vigencia de nuevas leyes con redacción ambigua o lagunas, no puede hablarse de jurisprudencia concluyente y existe un escenario objetivamente expectante. En estos casos, las primeras sentencias serán como el rompehielos que se abre paso para futuros buques judiciales. Y por tanto, el abogado leal confesará la incertidumbre real que se avizora, y garantizará la lucha leal pero no la victoria.

Un segundo bloque de casos azarosos son aquellos en los que la personalidad del juez o jueces puede marcar el rumbo de la sentencia, por tratarse de áreas sensibles a la ideología subyacente; es cuando cobran sentido los tópicos relativos a calificar un juez como conservador o progresista, como juez pro administración o pro ciudadano, como juez de equidad o juez formalista, etc. De ahí que el abogado en estos casos se esfuerce en pronosticar el desenlace según la reputación o la valoración personal que le merece el juez que le toque en suerte. Y aunque no hay reglas matemáticas ni puede generalizarse, incluso factores aparentemente inocuos como la edad del juez, si tiene hijos o su experiencia pueden ser factores relevantes a la hora de enjuiciar con benevolencia o rigor un asunto penal o sanción administrativa con adolescentes implicados. Y dado que no pueden las partes elegir a los jueces para su caso concreto, bajo estas conjeturas, le queda al abogado veterano en el foro el consuelo de lanzar su apuesta sobre la base de lo que conoce del perfil personal, familiar, personal o profesional del juez.

Un tercer bloque de casos son aquéllos en que la herramienta de decisión gira en torno a un concepto jurídico de textura abierta y difícil predeterminación, como es la apreciación de la buena fe, del estándar de servicio exigible, de la conducta razonable, de la temeridad o de la diligencia del hombre medio, por ejemplo. En esos casos, la clave del litigio se mueve en un círculo de elástica apreciación que dependerá de la confluencia de dos factores inciertos: de un lado, el factor probatorio (pues se desconocen los ases procesales y pruebas del contrario) y de otro lado, la subsunción de tales hechos en el volátil concepto que anida en la subjetiva mente judicial (a veces agitado por eso que se llama la “sana crítica” o su “prudente arbitrio” u otra subjetiva apreciación).

De ahí que el abogado que conoce que en el eventual litigio se topará con esos conceptos jurídicos indeterminados, bien hará compartiendo con el cliente sus insalvables dudas sobre el desenlace.

El cuarto bloque de casos marcados por el azar serían aquellos en que existe un escenario técnico que debe aclararse, tal como la existencia de responsabilidad profesional en la actuación del médico, o la determinación de las causas de una inundación de origen oculto o situaciones con versiones fácticas encontradas. En este campo movedizo de lo fáctico, quien propone la práctica de pericias judiciales tiene la virtud de demostrar la confianza en la justicia que resulte de la voz de perito independiente pero ofrece la contrapartida de que los peritos judicialmente designados son como los bombones de la película Forrest Gump, “nunca sabes lo que te va a tocar”.

En suma, lo bueno de estos cuatro escenarios de incertidumbre es que el abogado tiene que saber manejarlos con la habilidad de un desactivador de explosivos, para no infundir falsas esperanzas pero tampoco presagios de mal agüero, y ahí entra la capacidad de persuasión al mejor estilo del jugador de naipes de las siete y media. Si el abogado teje un pronóstico excesivamente prudente y medroso, el cliente posiblemente rechazará sus servicios en búsqueda de quien le diga lo que quiere oír, que su asunto está casi ganado. En cambio si el abogado vaticina una victoria rezumando optimismo, será difícil consolar de una eventual derrota al cliente, pues se sumará la decepción y la ira.

En fin, aunque es cierto que lo que natura non da Salamanca non presta, también lo es que el trabajo del abogado comienza antes de abrir un libro y de asistir al juicio, pues arranca cuando estrecha la mano al cliente y le infunde confianza. Es el momento de la inteligencia emocional. Ese comunicar con la mirada, las pausas y el tono de voz es una de las habilidades mas útiles para la abogacía y poder conseguir captar la atención y el respeto del cliente, que como toda habilidad se educa y talla con reflexión y práctica. Entonces se estará en condiciones de ofrecer una visión realista de las expectativas del litigio y sobre todo exponer al cliente las incógnitas y variables con las que honestamente puede tropezarse en el camino procesal.

Es más fácil regalar los oídos del cliente que perturbarlos pero también es mas rentable hablar con claridad, sin sucumbir a la inseguridad pero tampoco a la arrogancia, y entonces el abogado demostrará honradez y credibilidad. Los mejores embajadores del abogado.

José Ramón Chaves 
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