14 febrero 2017

El difícil trago de rechazar al cliente

José Ramón Chaves  Por José Ramón Chaves
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Es un injusto tópico afirmar que la voracidad de los abogados les lleva a encontrar siempre flecos o motivos para asumir una defensa o embarcarse en un litigio. Que siempre darán un rayo de esperanza al cliente dudoso para que éste les confíe la defensa. Sin embargo no faltan casos en que, por muy imaginativo y luchador que sea el letrado, el pronóstico es desastroso y no hay espacio para un pleito que merezca tal nombre.

No aludimos a los clientes querulantes, capaces de demandar o denunciar a todo lo que se mueve, e incluso al propio abogado, y que rayan lo patológico. Tampoco a los lobos bajo piel de cordero que efectúan planteamientos poco éticos al abogado, ni por supuesto a los que vienen “rebotados” de otros bufetes. Ni a los clientes envenenados por odio a las leyes, a los jueces y a los abogados, y que pretenden demostrar lo listos que son incluso en materias jurídicas pese a no ser graduados en Derecho.

Nos referimos al cliente que de buena fe busca el abogado que le asista en sus cuitas y este se siente obligado a rechazar su caso y demostrar su talla moral y profesional. Se trata de saber actuar como un médico que informa al paciente del tumor maligno y mortal y le disuade de una inútil operación quirúrgica. Es cuando debe demostrarle que ha hecho todo lo posible en esta fase inicial, que lo ha meditado e incluso consultado con esa doctora sabelotodo que es Doña Jurisprudencia, y que más vale una retirada a tiempo honrosa que una derrota infame.

Sin embargo, el cliente que acude al abogado quiere oír que hay posibilidades. Le han dicho sus amigos o conocidos que tiene razón y que tiene que luchar, aunque ellos no serán los que finalmente paguen los platos rotos. El cliente no entiende de leyes pero cree en su versión de los hechos y su idea de la justicia, así que no quiere escuchar negativas. Tiene dinero para pagar un abogado y además no le importa luchar aunque el fuero cueste más que el huevo.

Además el cliente del abogado, como dice el televisivo Doctor House del paciente, “siempre miente”, no en el sentido malicioso sino en el sentido de que percibe de modo personal lo que le aflige y preocupa. Por eso el cliente obstinado no vacila en alabar la capacidad del abogado y asumir los posibles riesgos de la derrota. En su fuero interno le resulta difícil admitir que no tiene razón, pero más difícil le resulta verse privado de la oportunidad de luchar por demostrarla. Si no hay pleito, siempre le reconcomerá en el futuro la duda sobre lo que podía haberse zanjado por un juez.

Se imponen tres fases de la actitud del abogado prudente dispuesto a dar calabazas al cliente. Primero, escuchar atentamente el caso y no rechazarlo de plano sino reservarse su estudio para confirmar la inicial impresión. También ayuda una expresión de seriedad mirando a los ojos al cliente. No hay peor signo para un cliente que el letrado que en la primera entrevista no se molesta siquiera en escucharle su versión completa o en recogerle los papeles que supuestamente le apoyan.

Segundo, tras confirmar ulteriormente el abogado su convicción de la inviabilidad del caso, debe exponerle los fundamentos del pronóstico negativo, las leyes o jurisprudencia que convierten el litigio en temerario, eso sí, explicados en lenguaje accesible pero sin perder de vista la fría norma o sentencia, en la recámara argumental, porque paradójicamente hay quienes no comprenden una razón jurídica salvo que vaya acompañada de espesa jerga forense.

Y tercero, si todavía insiste el cliente en embarcarse en el litigio hacia ninguna parte, lo suyo será advertirle de las consecuencias colaterales, esto es, del vía crucis de un largo procedimiento, de las costas que se asumirán, de la mofa del contrario victorioso y, cómo no, de la lesión a la propia autoestima que supondrá un resultado adverso.

Si pese a la sutil oposición del abogado, se insiste por el cliente en acometer el litigio, el abogado como complaciente Pilatos, y salvo imperativos morales propios insalvables, puede tener la conciencia tranquila y asumir la defensa… o el ataque.

Pero hay dos cargas amenazantes sobre las espaldas del abogado paciente. Por un lado, debe asumir que diga lo que le diga al cliente, cuando llegue el momento de las malas noticias, tendrá que estar preparado para la ingratitud de algunos que le culparán de tamaña derrota e incluso de no haberle disuadido. Y es que, al decir de Sófocles, nadie ama al mensajero que trae malas noticias.

Y por otro lado, las palabras de advertencia del letrado se las llevará el viento, pero sus derrotas en el foro quedarán ahí, como cenizas que pueden emborronar su reputación, tanto ante los jueces, como ante otros posibles clientes. Por eso, no debe olvidarse el castizo dicho de que es mejor ponerse una vez rojo que no ciento colorado.

José Ramón Chaves 
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