04 junio 2019

Eficacia del informe final

 Rafael Guerra Por Rafael Guerra
Esta entrada va también del informe con que los abogados finalizamos nuestra intervención en los juicios. En la anterior traté de su forma. Ahora toca de su eficacia.

¿Algún abogado con experiencia concede a ese informe virtud suficiente para determinar el resultado de un juicio? ¿Tiene, de verdad, tal influencia? Tener, tendrá alguna, supongo, alguna vez. Pero estoy convencido de que nunca tanta.

Los coaches de oratoria forense suelen insistir en que los alegatos en sala deben ser muy meticulosamente preparados, muy elegantemente compuestos y muy brillantemente interpretados. ¿Pero, para qué? Para conseguir, se me dirá, que el juez decida a favor de lo que le pedimos. ¿Significa eso que si no acepta nuestras tesis es porque nuestro informe era casual, andrajoso y apagado?

Sobre el sentido de la calidad retórica de ese trámite trataré en otra ocasión. Pero, así, de repente, no me parece demasiado lógico atribuir el fracaso procesal sólo a un informe disforme, o el éxito, a uno repulido.

El discurso de cierre es una especie de apuesta –yo lo veo así– que el abogado hace con más esperanza que convicción. Aún recuerdo el comentario que, cuando comencé la actividad profesional hace ya muchos años, le oí a una compañera ofrecerle como consuelo a su cliente al salir de la vista: “¡Y ahora, a ver si hay suerte!”. ¿O sea, que la justicia –pensé entonces– es fruto del azar?

Cuando el abogado expone su informe, trata aspectos que él considera importantes para que el juez adopte una decisión. Por supuesto, la que favorece a su cliente. Pero no sabe si esos aspectos le interesan o no a su señoría. Puede ocurrir que hable sobre algo de lo que el magistrado se considera suficientemente instruido, o que ni siquiera tendrá en cuenta para decidir. En cambio, tal vez aquél deje de revisar cuestiones sobre las que éste desearía escuchar su opinión.

El efecto más común de los informes al uso –hablo de lo que he visto– suelen ser el aburrimiento, el desasosiego y la interrupción desabrida. No nos engañemos. La respetuosa compostura que guardan los jueces cuando habla el abogado, suele estar motivada más por su buena educación que por el interés suscitado en ellos por la salmodia que les llega a los oídos.

Piero Calamandrei dedicó un capítulo completo de su obra Elogio de los jueces –el titulado De cierta inmovilidad de los jueces en la audiencia pública–  al sueño con el que los magistrados sobrellevaban las peroratas de los letrados. La mejor ilustración gráfica para el capítulo del jurista italiano sería la litografía 11, de las dedicadas por Honoré Daumier a Les gens de justice, en la que se ve a un abogado desgañitándose ante tres magistrados que duermen plácidamente.

Raro será el juez que, al rememorar sus experiencias profesionales, no haga alusión a la pesadez de los informes finales, a la escasa relevancia que éstos tuvieron en sus decisiones, y a la triste imagen que se formó de los letrados por oír, aun sin escuchar, sus monsergas.

Sabemos del escaso entusiasmo que nuestros alegatos finales suscitan normalmente. Lo hemos percibido en muchos gestos de sus señorías y, por supuesto, en el resultado de los juicios en los que hemos intervenido. Sin embargo, seguimos con fe inquebrantable practicando los consejos repetidos sin variantes significativas por los preceptistas de retórica forense desde antes de la era cristiana.

¿Pero qué sentido tiene continuar perpetuando esta especie de artificio, cuyo único efecto es reforzar la fama de plúmbeos –“cansinos”, nos dicen ahora–  que ya padecemos los abogados? Se nos obliga, nos obligamos nosotros mismos, a emitir informes que, generalmente, no van a producir en el juez más que alivio cuando terminan. ¿Para qué, pues, tales oraciones o, mejor, oraciones así rezadas?

Pero llevo ya muchas palabras: 627 hasta aquí, para ser exactos. Mejor lo dejo y, en la próxima entrada, propondré lo que pudiera ser la solución para este –a mí me lo parece– sinsentido.

Rafael Guerra
retorabogado@gmail.com 

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