06 junio 2019

¿El mundo se ha vuelto loco?

Vivimos un tiempo efervescente de cambios y de transformaciones vertiginosas. De nuevos paradigmas, de horizontes que se reinventan cada día, de avances, de esperanzas y sueños que se nutren de una ciencia y unas tecnologías que nos descubren nuevas posibilidades de bienestar y progreso, ofreciéndonos cada día un mañana distinto y optimista para una humanidad que no renuncia a mejorarse y a mejorar un presente que es manifiestamente mejorable.

Es ese presente el que me preocupa. En una era en la que nos arrastra la velocidad y la prisa, el bombardeo incesante de noticias nos impide a veces detenernos en lo que nos importa, en esas cosas que pasan y nos llaman la atención, que incluso nos sobrecogen y emocionan, pero que sin embargo, quizá porque también sufrimos el virus de la inmediatez, dejamos que se alejen con las mismas aguas frenéticas de la actualidad informativa que nos las traen.

El impacto de una noticia es sucedido por el de otra, sin tiempo casi para procesar la anterior, empujándonos a una especie de limbo lisérgico en el que, sin quererlo, normalizamos el drama, el dolor, la angustia o el peligro que vienen con esas noticias espeluznantes que se dan el relevo y que tienen el extraño poder de colocarnos en una equidistancia frente al mal nada saludable para el alma, la razón o la conciencia, que es a quien, como decía Benedetti, “debemos rendir cuentas cada día”.

Pienso en ello y lo comparto aún estremecida por esa reciente sentencia en la que se ha condenado a un youtuber por humillar a un mendigo al que le ofreció galletas rellenas de dentífrico, grabarlo en vídeo y difundirlo masivamente. No me estremece la sentencia, naturalmente, sino el hecho en sí, sus protagonistas, la vulnerabilidad de los más débiles (como siempre), los riesgos evidentes de la digitalización y, por supuesto, en cómo es posible que haya personas que se diviertan como espectadores de la crueldad y la vejación.

Hablando de aberraciones, tampoco es una película de ficción ni un invento de la imaginación que en el mundo haya, como señala la ONU, más de 200 millones de mujeres y niñas vivas que han sido objeto de la mutilación genital femenina. Una flagrante violación de los derechos humanos cometida, en la mayoría de los casos, en algún momento de la infancia entre la lactancia y los 15 años. ¡En pleno siglo XXI!

Me resisto a normalizar el mal por muy cotidiano que sea o por pequeño que sea su eco en un titular. Porque no es normal, por ejemplo, que una valiente abogada iraní, Nasrin Sotoudeh, haya sido condenada a 33 años de cárcel y a 148 latigazos por querer cambiar que a las mujeres y niñas de su país no se les permita salir de sus hogares a menos que se cubran el cabello con un pañuelo y los brazos y piernas con ropa suelta. Como tampoco es lógico que se expulse de un país vecino a abogados y abogadas españoles debidamente acreditados que asistían como observadores internacionales al juicio que se sigue contra la periodista saharaui Nazha El Khalidi. Nada de esto es normal, y como no lo es, lo digo, me rebelo y lo denuncio con rabia e indignación.

Y para colmo, en esta catarata de barbaridades incomprensibles, nos enteramos hace escasos días de que Canadá ha reconocido considerarse cómplice del genocidio deliberado de más de 1.000 niñas y mujeres indígenas por motivo de raza, identidad y orientación sexual. Todo ello entre 1980 y 2012 -antes de ayer, como quien dice-, en un país nada sospechoso de incivilizado que está, además, entre los países que lideran las democracias plenas de todo el planeta.

Seguro que hay más, pero son solo algunos ejemplos de esas cosas que pasan y  que sabemos que están ahí, que nos golpean con un doloroso derechazo al corazón y a las emociones cuando las conocemos, que no podemos arrinconar en el desván de los olvidos y a los que, por muy veloz que vaya la vida, no debemos mostrarnos equidistantes. ¿El mundo se ha vuelto loco? No lo sé, pero la indiferencia ante los sinsentidos y las injusticias no es una buena aliada de la razón, ni la mejor compañera para recuperar la cordura.

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