Por Agustín García Ureta, catedrático de Derecho administrativo, Universidad del País Vasco/Euskal-Herriko Unibertsitatea.
Los más viejos del lugar notamos que cada verano, cada año empieza antes, recuérdense los recientes meses de mayo y junio con ese calor sofocante. Cada persona luego concluye lo que a su derecho conviene. “Que si ha ocurrido siempre, que es normal que haga calor en verano…”. Sin embargo, que cada verano que pasamos va a ser más fresco que el anterior, no es un juicio ni una valoración. Si no actuamos para evitar llegar al temido +1,5ºC, la ciencia es inequívoca. Y aun con ello, las desorbitadas temperaturas siguen generando opiniones controvertidas, no soportadas con datos, que siembran aún mayor desconcierto.
En estos tiempos en que algunos derechos, conquistados tras reseñables luchas, se ven vapuleados, el derecho al medio ambiente no es menos. No solo se cuestiona, sino que además consensos científicos se rebaten con meras opiniones, que desafortunadamente son de largo alcance. No nos las podemos permitir. Somos ciudadanos y ciudadanas, titulares de derechos y de deberes, y con ello, debemos exigir y actuar en consecuencia. Tal y como plantea hoy en el blog el catedrático de Derecho Administrativo Agustín García Ureta, sabiéndonos responsables, no tanto culpables, en proporción a nuestra capacidad de obrar.
José Manuel Marraco Espinós
Abogado
Hace unos meses un conocido locutor de radio decía. “Claro que hay cambio climático y cambia el clima constantemente. Ahora tenemos que decidir si es por acción del hombre o no».
La primera pregunta que se puede hacer es si esta cuestión “se decide” y, segundo, en caso afirmativo, quién la decide. Una tercera pasa por la pretendida justificación de que, como el clima cambia, hay que asumirlo como un fenómeno, en apariencia, natural. Incluso se suele añadir una cuarta, la relativa a que se quiere hacer a la ciudadanía “culpable” del cambio climático.
Para ir por partes, la cuestión central pasa por examinar lo que dice la ciencia. Esta suele ser denostada, entendiéndose que se erige en una verdad muchas veces irrefutable. Sin embargo, cualquier persona que se asome al método científico puede comprobar que, si por algo se caracteriza, es, en primer lugar, por la observación, formulación de hipótesis, experimentación y análisis de datos para llegar a conclusiones sobre fenómenos naturales. En segundo término, la ciencia manifiesta la incerteza de sus conclusiones que solo por medio de ulteriores análisis se va reduciendo, que no suprimiendo. En esas dos coordenadas radica la virtud de la ciencia, lo que implica que no se pueda equiparar con la simple opinión, legítima, pero opinión, de quien, sin sujetarse a la disciplina del método científico, opina sobre la realidad física circundante. Es, por ello, que un colega de quien esto escribe (físico teórico) se negó a acudir a un estudio de televisión a debatir con una bruja (literal). No se trataba de una cuestión de superioridad moral, sino simplemente de que el método científico, con todas sus exigencias, no podía ponerse a la altura de la opinión de quien no lo aplicaba.
Si hay cambio climático o no, por tanto, no es una cuestión que “se decida”, sino que se constate (o no) mediante el método científico. En otras palabras, no se vota si lo hay o no. Esto se podrá hacer a los efectos de las decisiones que se puedan adoptar para, en su caso, mitigarlo (difícil a estas alturas) o adaptarse a él (v.g., se imponen nuevos impuestos a los denominados vuelos “de bajo coste”, se incentiva la implantación y el uso del tren o hay que incrementar la infraestructura verde en las ciudades, al albergar ya al 70% de la población europea, superando las actuaciones, muchas de ellas de jardinería, que se están adoptando).
La tercera cuestión es la justificación del cambio climático. El argumento es que, como siempre ha habido y cambia “constantemente”, hay que asumir que sea así. Sin embargo, este argumento encierra una evidente falsedad. Nunca en la historia del planeta Tierra ha habido una especie con la capacidad de alterarlo. Por indicarlo de otra manera, los cambios climáticos (por cierto, no tan constantes como si lo hiciesen con el paso de las horas) se han debido básicamente a fenómenos geológicos. Es la especie humana, con el consumo de combustibles fósiles, la que está vertiendo a la atmósfera cantidades ingentes de CO2 que llevaban bien enterradas desde hace millones de años (entre 252 a 66 millones). Este tercer argumento encierra, además, la complacencia de que no sería preciso hacer algo para mitigarlo o, quizás ya, adaptarse a él, puesto que el clima va a cambiar. Total, tal cambio no será percibido por las generaciones actuales sino por las futuras, que, como en la película de Richard Attenborough (“A bridge too far”), podrían estar demasiado lejos en la historia.
La cuarta cuestión que se mencionaba al principio de este comentario tiene que ver con la afirmación de que las personas no son culpables del cambio climático. El término empleado, la culpa, no parece baladí, ya que implica un sesgo negativo que nadie parece querer reconocer en una sociedad que se asume que es adulta. Ahora bien, si la locución “culpa” hay que suprimirla, la de “responsabilidad” no parece que pueda soslayarse. En efecto, las personas coadyuvan necesariamente al cambio climático con sus patrones de consumo y estos incluyen la generación de CO2 en cantidades que ninguna otra especie ha podido llevar a cabo en la historia. Como el cambio climático parece ser algo difuso, además de inodoro, incoloro y aparentemente insípido, no se puede culpabilizar al consumidor, aunque las cifras de muertes relacionadas con el calor en Europa solo en 2023 superasen las 47.000, según un estudio científico. La causa del cambio climático no es algo externo a las personas, sino, en estos tiempos históricos, intrínseco a ellas y a las opciones que adoptan en su modo de vida ordinario, lo que incluye el anuncio de un conocido suministrador de artículos por Internet en el que una persona solicita que le envíen a su domicilio unas (simples) pilas porque el juguete de su hija no funciona y así poder dedicar su pensamiento (se supone) a otra cosa.
A lo anterior se suele añadir el argumento de que los gobernantes quieren aprobar prohibiciones, ya sea al uso de un vehículo dependiente de combustibles fósiles o cargar nuevos impuestos sobre los hombros de los contribuyentes. Sin embargo, todos estos argumentos obvian la propia evolución de las sociedades actuales y de las garantías de las que gozamos. En efecto, si se observan los avances producidos en las últimas décadas para atajar problemas ambientales importantes (calidad del agua o del aire por citar algunos) todos ellos han pasado necesariamente por establecer límites a las actividades que afectaban a esos dos medios esenciales de la vida de las personas. Nadie en su sano juicio desearía tener los niveles de contaminación del agua o del aire de hace unas décadas que sufrieron generaciones pasadas (el smog en la ciudad de Londres se llevó a la eternidad a más de diez mil personas). Con todo, los gobernantes son ciertamente también responsables, en particular, por pasar de puntillas por la realidad actual del cambio climático y de la que se avecina, nada halagüeña como documenta la ciencia.
El cambio climático es una realidad, constatada (honestamente) por la mayoría de la comunidad científica, comunidad que no advierte de este fenómeno y de sus consecuencias para nutrir sus ulteriores proyectos de investigación, como torticeramente se llega decir. La labor de la ciencia es una tarea muchas veces callada, poco reconocida, pero sobre todo sujeta al propio método científico en el que todo no vale y menos aún las simples opiniones.
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Blog de Derecho Ambiental
José Manuel Marraco, abogado aragonés perteneciente a los Colegios de Abogados de Madrid y Zaragoza desde el año 1977 está especializado, entre otras áreas, en Derecho del Medio Ambiente y Derecho para la defensa contra el ruido. Es abogado de Greenpeace-España. Incluido en la Guía Chambers & Partners del año 2007.