Innovación Legal
11 noviembre 2025
Por Jordi Estalella
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Desde finales del siglo XX, pocas ideas calaron tan rápidamente en los ámbitos profesionales como la de la inteligencia emocional. Daniel Goleman, a través de su célebre libro Inteligencia Emocional, impulsó la noción de que el manejo de las emociones, propias y ajenas, sería más determinante para el éxito que el tradicional coeficiente intelectual. La propuesta tuvo un impacto inicial notable: proliferaron manuales, seminarios, modelos de liderazgo y evaluaciones de desempeño centradas en la inteligencia emocional. Sin embargo, al revisar su impacto en las organizaciones, los resultados son bastante más modestos de lo que se prometió. La inteligencia emocional cambió la forma en que hablamos de las personas, pero no transformó de forma profunda ni el trabajo ni las profesiones.
Mi tesis es que algo muy similar podría estar ocurriendo ahora con la inteligencia artificial (IA). Si bien la escala mediática, tecnológica y social de la IA es mucho mayor, el patrón es sorprendentemente parecido: gran entusiasmo inicial, inversión acelerada, temor a la disrupción y, por el momento, cambios más cosméticos que estructurales en muchas profesiones, incluida la abogacía.
Estudios recientes sobre la adopción de IA a nivel internacional en el sector legal muestran que esta no sustituye al juicio profesional y que su adopción se concentra, por ahora, en tareas rutinarias. Por ejemplo, el informe de la International Bar Association (IBA) sobre el futuro de la profesión jurídica, publicado en 2024, subraya que las capacidades actuales de la IA generativa (como ChatGPT) se utilizan principalmente de forma interna para la administración del back-office, el desarrollo de negocio, el marketing y la gestión organizativa. Igualmente, los despachos las están usando para la generación de documentos y la redacción de borradores, aunque en la práctica muchos no confían en la inteligencia artificial para la búsqueda de jurisprudencia ni leyes.
Parece, pues, que la IA ha irrumpido en el vocabulario y en algunos flujos de trabajo, pero todavía no ha modificado los fundamentos del ejercicio profesional. La analogía de la inteligencia emocional cobra aquí relevancia: no basta con incorporar una nueva herramienta o concepto para que se transforme el fondo de una profesión arraigada en el conocimiento.
En paralelo a esta narrativa tecnológica, un fenómeno más inquietante empieza a consolidarse en la literatura científica: el posible descenso de las capacidades cognitivas de las generaciones más jóvenes. Lo que durante décadas se conoció como el “efecto Flynn”, el incremento sostenido del coeficiente intelectual (IQ) a lo largo del siglo XX, podría haberse estancado o incluso revertido en varios países desarrollados.
En este sentido, un estudio publicado por investigadores de la Universidad de Northwestern en 2023, basado en datos recopilados entre 2006 y 2018, reveló que los ciudadanos estadounidenses mostraban un descenso significativo en puntuaciones de razonamiento lógico, memoria verbal y comprensión espacial. La única excepción fue la capacidad visuoespacial, que mostró una leve mejora.
De forma aún más crítica, el neurocientífico francés Michel Desmurget, en su obra La fábrica de cretinos digitales, argumenta que el abuso de pantallas, la fragmentación de la atención y la sobreexposición a contenidos breves y visuales están erosionando funciones cognitivas esenciales como la concentración, la memoria y el lenguaje. Por su parte, Nicholas Carr, en su ensayo Superficiales, advierte que el diseño de internet y las redes sociales está remodelando nuestro cerebro hacia un pensamiento más fragmentario, superficial y menos reflexivo.
Si estas tesis se confirman, estaríamos ante una paradoja profunda: cuanto más se perfeccionan las herramientas “inteligentes”, más riesgo hay de que nuestra propia inteligencia se vea empobrecida. Conviene entonces adoptar una posición sobria respecto a la IA: no negacionista, pero tampoco mesiánica. Que la IA puede aportar valor es evidente, especialmente en tareas repetitivas o en contextos de datos masivos. Que está cambiando la manera en que accedemos a la información, también. Pero pensar que la IA transformará por completo una profesión como la abogacía implica subestimar su complejidad y sobrevalorar el estado actual de las tecnologías.
Al igual que la inteligencia emocional, la IA ha modificado el lenguaje y la agenda de muchos profesionales. Pero de ahí a una transformación estructural media una distancia considerable. Además, en un contexto en el que las habilidades cognitivas parecen estar en retroceso, puede que el verdadero desafío no sea cuánto más inteligentes se vuelven nuestras herramientas, sino cuánto más capaces seguimos siendo nosotros para pensar críticamente, deliberar y juzgar.
El debate sobre la inteligencia artificial no puede ni debe eclipsar una reflexión más profunda: ¿estamos formando a profesionales con capacidades intelectuales, éticas y sociales a la altura de los desafíos actuales? ¿O estamos externalizando nuestras funciones mentales en herramientas que, si bien potentes, no piensan por nosotros?
Quizás el verdadero reto no sea cuánto cambiará la IA nuestras profesiones, sino cuánto hemos cambiado ya nosotros al delegar, simplificar o automatizar partes esenciales del pensamiento. En ese sentido, puede que el futuro no lo defina la inteligencia artificial, sino la calidad —o fragilidad— de nuestra inteligencia humana.