13 julio 2021

La comunicación por el abogado de las probabilidades de victoria

José Ramón Chaves Por José Ramón Chaves
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A la inmensa mayoría de los clientes de los abogados no les importa conocer la estrategia ni los tecnicismos jurídicos. Quieren saber si van a ganar y tomarán su decisión de litigar según se les informe de las probabilidades de victoria.

De ahí la importancia de la comunicación del abogado al cliente informándole de las probabilidades de éxito, pues buena parte de los errores en la vida son fruto de falta o deficiencia de comunicación. Baste pensar en los numerosos accidentes aéreos producidos por el error de comunicación entre piloto y torre de control.

Partimos, claro está, de que un cliente sensato acudirá a un especialista y de que un abogado serio no asumirá materias en que no esté especializado (caso contrario, el mal desenlace de un parto asumido por un dermatólogo no será cuestión de error de pronóstico, sino de elemental error de elección por el paciente o de la irresponsabilidad del médico).

En general, habrá clientes que se embarcarán en el litigio confiando en su buena suerte, aunque cuenten con pocos ases jurídicos en la manga, mientras que otros solo lucharán si cuentan con alta probabilidad de victoria. También se darán abogados cuyo talante optimista o pesimista influya en su valoración del escenario de incertidumbre jurídica.

Lo que todo abogado veterano tiene asumido es que no existe la infalibilidad del pronóstico, pues siempre resultará arriesgado informar al cliente de la victoria segura, ya que hay numerosas variables que escapan al control del abogado y que pueden truncar la meta. A veces la confianza en la victoria se frustra inesperadamente por escollos procesales, cambios sobrevenidos de jurisprudencia, hechos o pruebas nuevos, o sencillamente, por errores del juez al fijar los hechos o aplicar el derecho. Las sorpresas acechan y no es culpa del abogado que ha hecho todo lo humana y jurídicamente posible.

Así y todo, el abogado tiene el deber de hacer su valoración y exponerla al cliente, pues el reciente Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española establece en su art.48.3:«El profesional de la Abogacía tiene la obligación de informar a su cliente sobre la viabilidad del asunto que se le confía, procurará disuadirle de promover conflictos o ejercitar acciones judiciales sin fundamento y le aconsejará, en su caso, sobre las vías alternativas para la mejor satisfacción de sus intereses».

Se impone al abogado la obligación de informar de la viabilidad del asunto pero no de acertar en el pronóstico, e incluso cabe que plasme por escrito su juicio técnico de probabilidad como autoriza el art.58.6 (“podrá”): «El profesional de la Abogacía solo podrá emitir informes que contengan valoraciones profesionales sobre el resultado probable de un asunto, litigio o una estimación de sus posibles consecuencias económicas, si la petición procede del cliente afectado quien, en todo caso, deberá ser el exclusivo destinatario, salvo que el cliente de manera expresa le autorice a darlo a conocer a un tercero». Nótese que el abogado tiene la obligación de informar de la “viabilidad” pero no de plasmar por escrito esa valoración de probabilidades, pues en este caso no se trata de una obligación sino una simple carga (“podrá”), ya que si no desea formalizarlo así, no tendrá otra consecuencia que quedar en manos del cliente la decisión sobre contratar o no con el abogado en esas condiciones.

En este punto, en que el abogado debe afrontar el reto y deber de ofrecer a su cliente una profecía del desarrollo del litigio, imperan tres factores que lo condicionan.

En primer lugar, la abogacía es un negocio y es natural que se tenga que captar clientes, de manera que un exceso de prudencia puede disuadir de la contratación de sus servicios.

En segundo lugar, el abogado sabe que su valoración del pleito pone en juego su credibilidad profesional, pues si quiere ser realista y mantener una reputación de seriedad, tendrá que afinar su valoración del caso, sin exponerse a reproches del cliente por ser un mal oráculo. ¿Cuantos abogados han sufrido quejas directas o críticas a sus espaldas por imputarle un cliente enojado la responsabilidad de haberle embarcado en un litigio o en una apelación?

Y en tercer lugar, cabe el error del abogado en la valoración optimista del desenlace. Puede deberse a variadas razones: por no estar especializado en esa materia o procedimiento; por no estar actualizado jurídicamente; por no tomar en cuenta factores que su cliente le ocultó de forma negligente o de buena fe; o sencillamente por sobrevalorarse profesionalmente, sea por íntima vanidad o por contar con una trayectoria exitosa en el pasado.

Importa mucho el lenguaje del abogado al informar de la viabilidad del caso. El cliente quiere oír que tiene muchas probabilidades de victoria y se aferrará a una lectura generosa de lo que le diga el abogado; la forma de expresar el pronóstico importa; no es lo mismo informar de que el pleito tiene probabilidades de victoria “segura” o “casi segura” o matizar que “probablemente ganaremos”, que decirlo en fríos términos cuantitativos: “un setenta por ciento”, por ejemplo, pues en este último caso se da la falsa sensación de solidez del pronóstico, al calificarse numéricamente la probabilidad.

El problema radica en que las palabras tienen distinto significado para el abogado que para el cliente, pues dependen del contexto explicativo en que se sitúan (cuándo, donde o en qué fase del litigio) y de los términos utilizados por el abogado (no es lo mismo explicárselo en román paladino que en jerga jurídica críptica).

En definitiva, se trata de que el cliente tome la decisión al estilo de como la adoptan los pacientes antes de afrontar una intervención quirúrgica, o sea, con consentimiento informado, de manera que de forma clara y realista cuente con una visión de las ventajas y riesgos que acechan en la senda del litigio. Y además, como no, el cliente normalmente tomará en cuenta otros importantes factores como las opiniones que le lleguen del letrado, los honorarios y costes previsibles, su capacidad estratégica, el sentido común que destile en su examen del asunto, su cortesía o tiempo dedicado, la evaluación del oponente, etcétera.

Personalmente cuando, hace dos décadas largas, tenía que informar como letrado sobre la oportunidad de litigar o no, optaba por una explicación didáctica: «Esto es como cruzar una vía pública con tráfico. Se puede cruzar cuando se quiera y posiblemente sobrevivamos. Pero si me pregunta para asegurar el resultado, hay asuntos que se ofrecen como un semáforo en rojo, que desaconsejan el riesgo, otros como un semáforo en verde, que aconsejan afrontarlo, y luego están los asuntos que son defendibles razonablemente y en que está el semáforo en ámbar. Ahí queda la decisión de afrontar el riesgo en el peatón». Los litigios en ámbar son el campo apropiado para la lucha, y donde hay margen para el sano debate jurídico frente a un juez, pero teniendo en cuenta que incluso cuando se cruza en ámbar, el éxito depende del cuidado que ponga el propio peatón y del que pongan los vehículos que transiten, sea muchos o pocos.

En todo caso, la abogacía cuenta siempre con insalvable incertidumbre por mucho celo que ponga el abogado en pronosticarle seriamente el desenlace. La abogacía no está libre de las sorpresas como la vida enseña, que a veces serán positivas (como Cristóbal Colón que defendió en el siglo XV la probabilidad de descubrir las Indias y tuvo un éxito inesperado al descubrir un nuevo continente), y a veces serán negativas (como el hundimiento del Titanic en 1912, que nadie era capaz de vaticinarlo) y de igual modo a su escala profesional, a veces el abogado salta de alegría por ganar un litigio que creía perdido, o se lame las heridas por perder un litigio que creía ganado.

En definitiva, quizás el criterio más recomendable consiste en informar al cliente con lealtad y claridad, como le gustaría al abogado que se le informase si el mismo fuese un cliente; o sea, que el buen abogado mire a su fuero interno y serenamente se pregunte: ¿si yo fuera el recurrente, o lo fuera una persona querida, me arriesgaría a plantear el litigio? Al final, todo se reduce a una cuestión de confianza entre cliente y abogado, y se forja con hilos invisibles.

José Ramón Chaves 
Magistrado
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