Blog de Comunicación y Marketing Jurídicos
16 julio 2025
Por José Ramón Chaves
TWITTER @kontencioso
Se atribuye al torero sevillano Espartero, aquello de “Más Cornadas da el hambre”. Bien lo entienden los abogados cuando su profesión, como gladiador del foro, está llamada a “vencer o ser vencido”, sin alternativa.
Hay juristas que se dedican a la docencia, a la asesoría en exclusividad o a la función pública, y ahí no les aguarda la amargura de la derrota, pero tampoco la dulzura de la victoria. En cambio, la adrenalina procesal espera a los letrados que saltan al ruedo forense, los que sienten gotear el colmillo cuando tienen señalada la vista judicial. Saben que van a poner a prueba su conocimiento y estrategia jurídicas frente a un colega o un fiscal, y bajo los ojos de un juez imparcial.
Ahí está la grandeza y la miseria de la profesión.
La grandeza consiste en la satisfacción de conseguir lo mejor para su cliente, con estimación de la demanda o su desestimación (según la posición que ocupa), u obteniendo la condena si es acusador o la absolución como defensor.
La miseria acecha en la incertidumbre del desenlace de la contienda. Es sabido que el deber profesional del abogado no es de resultado. Como la enfermedad que se somete al médico, todo litigio tiene un elevado factor de incertidumbre para el abogado, y no debe garantizar jamás la victoria. En primer lugar, porque las normas admiten interpretaciones. En segundo lugar, porque los hechos que le favorecen hay que probarlos. Y en tercer lugar, porque el conocimiento y talante del juez o jueces que tocan en suerte, pueden incidir sobre la balanza de la justicia.
Sin embargo, el abogado cobra honorarios porque pone en juego su honor, su trabajo al servicio de la causa que le encomienda el cliente, y por eso cumplirá si lo hace lo mejor que puede y estudiando el asunto como propio con seriedad y dedicación.
El problema es que puede que llegue la sentencia, tan formal y solemne como se viste la voz del poder público, pero cargada de malas noticias. Si es así, el abogado debe gestionar las propias emociones.
Debe gestionar su propia autoestima, como cualquier persona a la que no le gustan las negaciones, rechazos o fracasos. Además, sabe que su reputación puede verse más o menos afectada.
Debe gestionar la posible irritación, pues muchas veces leerá la sentencia con indignación o sorpresa, porque el juez no sabe o no ha entendido su posición.
Y como no, en otras ocasiones, aunque barajaba la posibilidad de derrota, siente amarga decepción, porque se esforzó considerablemente y la sentencia despacha el asunto con pocas líneas, argumentos simples y a veces sirviéndose de un dañino “corta y pega”.
Pero también debe gestionar las relaciones con el cliente.
Debe gestionar cómo decirle el resultado desfavorable, tener dispuesta una mínima explicación, y como no, informarle de posibles recursos. No será fácil que el cliente encaje con deportividad la derrota (aunque los hay). En efecto, quien ha efectuado provisión de fondos al abogado, si debe pagar por el papel mojado de la sentencia desfavorable, tiende a despertar su lado crítico, y nunca faltará quien se cruce posteriormente en su camino, normalmente lego en derecho, que le consolará culpando de la derrota al abogado. Como tampoco faltarán abogados que culpen al juez, pero mientras las culpas se barajan, el cliente se quedará rumiando su desgracia.
Pero lo más difícil, donde se cruza la propia emoción y la del cliente, es cuando la sentencia plasma expresiones de reproche al abogado que sustentan nubarrones, del estilo de: “no ha alegado”, “no ha probado”, “ha consentido”, “ha precluído”, “ha desaprovechado la ocasión”, “se contradice en su planteamiento”, “ignora el letrado”, etcétera. Estas frases se sienten por el abogado aludido como latigazos, pues a nadie le agrada el reproche en formato sentencia.
Es cierto que hay jueces que la mayoría de los jueces son contenidos y delicados, pero también los hay desatados y quisquillosos, y en tal caso cuando el abogado lee la sentencia desfavorable y crítica con su labor, puede decirse para sus adentros lo de los melones de Añover (que cita la obra teatral de Moratín, “El Sí de las niñas”): “El que se lleve chasco en el que le ha tocado, quéjese de su mala suerte, pero no desacredite la mercancía…”.
En definitiva, las derrotas son consustanciales al riesgo de la profesión, y nadie debería sentirse infortunado o cuestionar su propia profesionalidad o vocación, pero lo que sí debe hacerse ante una sentencia desfavorable es una mínima reflexión interna, alimentando la humildad y autocrítica: ¿qué hice mal?, ¿podría haber llevado el caso con otra estrategia más exitosa?, ¿cómo no recurrí ese auto?, ¿por qué me confié en que mis testigos y peritos eran sólidos y convincentes?, ¿me he sobrevalorado o he subestimado al contrario?, ¿debería haber aceptado este caso?
Y por supuesto, jamás debe perderse la caballerosidad y respeto hacia el abogado contrario, pues salvo puntualísimos casos de deslealtad y perversión profesional, cada uno hace su trabajo lo mejor que sabe. Hoy toca jugar con blancas y mañana con negras. Nada beneficia nada alimentar rencor o agresividad hacia el colega que defiende otros intereses. Recordemos las palabras de Winston Churchill: «El éxito nunca es definitivo, el fracaso nunca es fatal; lo que cuenta es el coraje para continuar».