09 marzo 2021

El cobrador de la toga

José Ramón Chaves Por José Ramón Chaves
TWITTER @kontencioso

En los tiempos actuales de crisis pueden distinguirse tres tipos de bufetes en trazo grueso según su actitud ante el cobro a sus clientes.

Los bufetes privilegiados por su posición de poder o prestigio, que pueden solicitar provisión de fondos y contar las horas facturadas, dejando al cliente en un “lo toma o lo deja”.

Los bufetes autosuficientes que anticipan al cliente la estimación de sus honorarios y que posponen lo posible la provisión de fondos, o incluso la facilitan en “cómodos plazos” según avanza el trabajo.

Y los bufetes supervivientes, que anuncian que cobrarán al término de su labor o incluso sobre porcentaje en función del posible éxito.

En todo caso, competir en la abogacía rompiendo la barrera de mínimos es un sendero peligroso pues es una apuesta a corto plazo que reverdecerá la sabiduría popular, tanto para el abogado (“no se valora lo barato”) como para el cliente (“lo barato sale caro”).

En cuanto a los clientes, abunda el aprovechado que consulta al abogado fuera de su bufete esperando que le salga gratis. La respuesta del célebre abogado estadounidense Clarence Darrow a una mujer que le asaltó con una consulta que fue adecuadamente resuelta, es universal; le preguntó al abogado:¿Cómo podré agradecérselo?; y le respondió – “Estimada Señora, desde que los fenicios inventaron el dinero, sólo hay una respuesta a esa pregunta”.

También se da el curioso fenómeno de que el ánimo del cliente al contactar los servicios del abogado está preñado de optimismo o al menos de confianza en la Justicia, pero si llega la derrota algunos entienden maliciosamente que eso es razón para perder interés en pagar. En otras ocasiones el impago se escuda en considerar al abogado incompetente o que están inflados los honorarios. Cualquier excusa es buena.

Cuando el abogado no cobra por su trabajo según lo que corresponde, se siente en el incómodo trance de tener que recordar el débito e incluso en casos extremos de promover el juicio de cuentas para su cobro expeditivo por la fuerza del propio órgano judicial que conoció del litigio. Está en juego su reputación y debe cobrar por el trabajo realizado, pues notorio es que la justicia no es una ciencia exacta sino un territorio de incertidumbre, y los abogados como los médicos no asumen obligaciones de resultado sino de aplicar su lex artis, con la mejor defensa de las posibles en derecho.

El tiempo del abogado vale dinero pero es invisible su consumo. No se ven las horas de estudio, de reflexión, de elaboración de alegatos, y al cliente le parece que ese breve escrito o intervención en la vista oral son fruto de una improvisación, ignorando el trabajo que hay detrás. Además, la minuta presenta siempre un eje objetivo (la cuantía en juego, la complejidad o vicisitudes procesales que comporta, por ejemplo) y otro subjetivo (el criterio del propio abogado de la estimación de su propia labor que le lleva a apartarse de los indicadores y baremos orientativos del Colegio Profesional).

Así y todo, lo frecuente es que el cliente, al decir de Machado, se comporte como “el necio que confunde valor y precio” pues los abogados serios se dejan las pestañas en cada caso y sufren un plus de dolor añadido cuando pese al esfuerzo consideran que la sentencia se ha equivocado o que no han merecido una respuesta razonable.

También resulta penoso para el cliente que para defenderse de la reclamación de honorarios por un abogado, precisará de otro abogado, para lo que no encontrará muchos dispuestos, y si lo encuentra, quizá tampoco le será fácil cobrar.

Incluso la situación puede dar incómodo giro y encontrarse el abogado denunciado por el cliente ante el Colegio profesional, que podrá tropezarse con conductas poco éticas, abusivas o incluso indicios de apropiación indebida.

Lo mejor es prevenir, y que el abogado ofrezca un cuadro realista de los costes que puede suponer un litigio, para poder obtener una especie de “consentimiento informado”, o sea, que no tenga sorpresas finales.

El reciente auto de la sala civil del Tribunal Supremo de 10 de febrero de 2021 (rec.4671/2018) inadmite el recurso de casación frente a una sentencia de la Audiencia Provincial de A Coruña que recortó severamente la minuta de un bufete partiendo de que « la demandante en ningún momento indicó a la demandada el coste aproximado de los servicios que se estaban desempeñando y que no se puso a su disposición ninguna hoja de encargo, ni anticipación de los conceptos e importes que finalmente se integraron en la factura pro forma objeto de reclamación en este pleito». O sea, existe una velada censura al silencio del abogado sobre los honorarios que facturaría, alimentando una creencia en la razonabilidad.

Mas llamativo resulta el discurso de la Sala que demuestra que tiene los pies en la tierra cuando afirma en síntesis del propio Tribunal Supremo que «También considera desproporcionada la facturación de 300 euros por cada hora de trabajo de los profesionales de ese despacho de abogados. Razona que se están manejando cifras que no se acomodan a los usos y prácticas de la abogacía en la ciudad de A Coruña; añade que es un hecho conocido que no es habitual en Galicia que los abogados minuten por unidad de tiempo (lo que sí es más corriente en otras ciudades). Que cifras como 3.600 euros por mantener tres reuniones de trabajo o 3.000 euros por contestar correos electrónicos, nunca se han visto. Entiende que estas cifras por mero asesoramiento, asistir a reuniones, algunas parece que informales, o trabajos de “convencimiento”, nunca se han utilizado. Y esta conclusión la fundamenta en lo que se resuelve en materia de impugnaciones de tasaciones de costas de forma habitual, y en la experiencia de los miembros del tribunal que ejercieron la abogacía durante varios años y que, incluso, ocuparon puestos en la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de A Coruña.»

Quizá la clave para minutar radica en inspirarse en el criterio del juego de naipes de las siete y media: ni quedar se corto ni pasarse, o sea, ni dar sablazos ni venderse barato. En definitiva, un abogado debe ser un caballero, pues la prudencia y transparencia hacia el cliente serán los mejores aliados de su reputación, y la puesta en valor de su trabajo (recordando que son “honorarios” y no “salarios”) le granjeará el respeto de sus colegas.

José Ramón Chaves 
Magistrado
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