Blog de Comunicación y Marketing Jurídicos
07 noviembre 2025
Por José Ramón Chaves
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No es frecuente, pero sucede, que algún abogado tenga que presentarse al juicio sin estrategia o “cosida con alfileres”. Puede deberse a problemas de intensa agenda profesional o por factores ajenos a su diligencia (imprevistos o accidentes), o sencillamente, porque no ha tenido ganas de convencer a su cliente de que no tenía la razón.
No es difícil despachar alegaciones vacías por escrito porque el papel soporta todo, y no tiene el abogado que mirar al juez y ser mirado por sus ojos. En cambio, el trance de personarse en una vista oral jurídicamente desarmado es angustioso y si asiste entre el público el cliente, puede afectar a su salud cardiovascular.
Es ahí donde brota el oficio. En no demostrar debilidad y aparentar solidez en la defensa. El abogado veterano pillado “in albis” suele mostrar seguridad y se limita a remitirse a lo que consta en lo ya alegado anteriormente, o si le toca replicar al demandante, se limita a oponerse en todo lo que pueda perjudicarle lo dicho por aquél. Y como no, escudará su brevedad con un lacónico “para no cansar a su señoría”.
Para adornar el escueto alegato oral (o la precaria demanda escrita) puede aludir a la enérgica invocación al derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión, que se le ocasionaría si no se estimasen sus pretensiones u oposiciones. Citar el art.24 de la Constitución vale para todo: para demandar, para contestar, para recurrir o para quejarse. Y si se es osado, puede aderezarse advirtiendo cínicamente que le ampara “sólida jurisprudencia, tan notoria, que no es preciso exponerla”.
Eso sí, para no dejarse nada en el tintero, el abogado puede incluso intentar tejer una complicidad con el juez, invocando el iura novit curia, con un llamado a que éste supla su carencia de argumentos jurídicos.
En estos casos, en los que el alegato es formal pues está vacío de argumentos, es muy importante mantener el aplomo y que los gestos del abogado no demuestren titubeo o vergonzosa disculpa, porque será una pista directa para que el abogado contrario se ensañe o para que el juez vaya prejuzgando el desenlace. Las apariencias importan y mucho más cuando tienen que compensar una posición débil: voz clara, suavidad expositiva, carraspeo enérgico, o gestos de comodidad en el foro y como no, una actitud de abierta confianza en la justicia. Algo es algo. Si el fondo no le ayuda, que al menos no perjudiquen las formas.
El problema de disparar sin munición o con salvas, como bien saben los cazadores, es que no se cobra pieza alguna. Sin embargo, en los litigios hay ocasiones en que los astros se conjuran para favorecer al perezoso, al sorprendido sin defensa o al que nada se le ocurría para sostener su posición. En efecto, a veces el séptimo de caballería viene en forma de la existencia de pruebas clamorosas en los autos, que el juez tomará en consideración aunque la parte no se haya lucido haciéndolas valer. En lo contencioso-administrativo cabe incluso que el juez adopte diligencias finales probatorias por propia iniciativa y que favorezcan a una parte, o incluso que someta a las partes la existencia de motivos de demanda o de oposición, que no habiéndosele ocurrido a quien le favorezcan, lleven a decidir el pleito.
Sin embargo, no se debe jugar a la ruleta judicial, y si algún día se tiene suerte, no debe confiarse en que el cartero de las buenas noticias llame dos veces. Fingir que se sabe lo que se desconoce puede servir para salir del paso, pero un hábil abogado contrario y un juez atento, pronto desenmascaran al impostor. No debe dudarse que a los jueces no les gustan los abogados que mienten, fingen, que eluden su responsabilidad de defensa seria o lo que está más de moda: los que exponen un alegato de defensa según lo que le ha ofrecido instantes previos a la vista, ChatGPT u otra aplicación de inteligencia artificial.
De ahí la importancia del abogado de evitar la procrastinación, de no dejarse seducir por la ligereza de la inteligencia artificial, y de no aceptar casos cuya compleja defensa no pueda asumirse. Está en juego la reputación, la propia autoestima y algo más importante, el deber de lealtad al cliente.
Al cliente puede explicársele que la sentencia desfavorable se debía a un escenario jurídico complicado, o a la prueba diabólica de los hechos que les favorecían, pero lo que resulta muy difícil de explicarle será que la sentencia deslice entre líneas que su abogado no ha alegado nada o que se ha dormido en los laureles. No es la regla general, pero cuando se da, se produce la alegría del abogado contrario, el rechinar de dientes del letrado vencido y la decepción del cliente.
A veces, el abogado osado intenta recuperarse y apela o recurre, alegando argumentos o aportando pruebas que silenció en la instancia. El cliente, a la vista del esfuerzo del abogado para recuperar la expectativa perdida, suspirará aliviado, pero muy posiblemente la sentencia de segunda instancia hará trizas sus sueños cuando reproche al recurrente que es tarde para incorporar nuevas cuestiones y motivos. Cada cosa tiene su tiempo, y en el proceso, la diligencia es implacable.
Por eso, no debe dudarse que, si la causa de la falta de preparación para el juicio es la falta de tiempo, o de conocimientos o de experiencia, lo mejor es ser leal con el cliente y darle la oportunidad de buscar otro abogado. El art.12 del Código Deontológico de la Abogacía Española de 2019 es claro cuando impone al abogado que “asesorará y defenderá al cliente con el máximo celo y diligencia asumiéndose personalmente la responsabilidad del trabajo encargado sin perjuicio de las colaboraciones que se recaben”, y teniendo en cuenta “La posibilidad de solicitar la colaboración de otro profesional cuando las características o complejidad del asunto lo requiera”. O sea, no hay excusa para la pasividad perjudicial para el cliente.