11 febrero 2020

Algunas pegas del informe final a la demanda

 Rafael Guerra Por Rafael Guerra
A final de mi entrada anterior, me quedé justo cuando salían a relucir los inconvenientes del que llamo informe final a la demanda.

Quienes me siguen en este blog, saben que, desde hace algunas estaciones, vengo defendiendo que los abogados deberíamos cambiar el estilo de retórica al uso y, en los juicios, adaptar nuestro informe final a las necesidades del juez, es decir, contestar a las cuestiones concretas que él nos plantease.

Cuando he compartido la idea con algunos compañeros, han apuntado serios reparos. Repaso los más repetidos.

Proponer a los abogados cuestiones para informar exige a los jueces una actitud proactiva, distinta de la “propasiva” que aparentan en muchos juicios. Les pide atención, cuidado, brío, que sus señorías prefieren, supongo, dejar para la fase de elaboración de la sentencia, ya en su despacho.

La objeción no es desdeñable. A los jueces se les reclama ya bastante esfuerzo. Nada de extraño, pues, que lo economicen. Pero adelantar a la vista el que gastarán en su retiro, cuando compongan la resolución correspondiente, puede hacerlo más eficaz e incluso minorarlo.

Además, si el magistrado plantea sus dudas a los letrados, el principio de contradicción y la tutela judicial saldrán muy beneficiados. ¿No respeta más uno y otra si somete sus  vacilaciones al parecer de los abogados de las partes, que si relega la solución a la soledad de su oficina?

En mi opinión, la justicia resultante de practicar informes a la demanda sería más auténtica, más desnuda, o mejor, más transparente. Por cierto, así la pintó Lucas Cranach el Viejo en 1537: desnuda con transparencias, para simbolizar, supongo, el despojo de todo lo ajeno a los valores que le son propios.

Otra objeción. Para los abogados, el informe a la demanda tampoco parece muy cómodo. ¿Y si su señoría les plantea preguntas difíciles? No creo que lo fuesen tanto. Desde luego, no para abogados que han estudiado el asunto  –todos lo hacen–  cuidadosamente.

Y, en cualquier caso, un juicio no es un examen académico. Si alguna cuestión resultase tan complicada –quizá por su novedad o su complejidad técnica– como para no poder ser contestada en el momento, nada impediría suspenderlo y conceder un plazo razonable a los letrados para estudiar la respuesta. El artículo 6.3.b del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales, reconoce el de disponer de tiempo para preparar la defensa. ¿Qué otra cosa que defensa es el informe final de un juicio?

Más pegas. Por pocas y fáciles preguntas que su señoría sometiese al parecer de  los abogados, los juicios se alargarían, con el consiguiente incremento del número de audiencias para un mismo número –de juicios, se entiende–.  Y la ecuación es sencilla: más audiencias igual a menos tiempo para poner sentencias, más atropello y menos “finura”.

Pero plantear y resolver cuestiones durante el juicio no tiene por qué estar reñido con la economía de los ritmos procesales. Bien ejecutado, se minimizarían el esfuerzo y el tiempo dedicados posteriormente a decidir. La sentencia saldría ya casi compuesta  –y mucho mejor compuesta, seguro– de la vista.

Esos inconvenientes aludidos tienen solución. Hay uno, sin embargo, de muy, muy difícil remedio: la fuerza de la tradición.

La costumbre, en el ámbito de la administración de justicia, suele poner muchos reparos al progreso. Esta dama –la justicia–, en según qué cosas, no gusta de las novedades.

Bien es cierto que le costó poco, por ejemplo, adoptar nuevas formas de confeccionar los expedientes. Sin torcer el gesto, dejó la péñola y utilizó olivettis y, más tarde, ordenadores. Y en cuanto a las comunicaciones, sin mayores traumas, hemos pasado en un santiamén, de su práctica en la secretaría judicial, a LexNET y afines.

Pero, ¡ay!, cuando se trata de aspectos más próximos a su esencia misma, es decir, al enjuiciamiento propiamente dicho, la cosa se complica. ¿Qué juez sería el primero en arrancarse a plantear, durante el juicio, cuestiones concretas a los letrados que le auxilian en la resolución de un asunto? ¿Y cómo se lo tomarían los primeros abogados “agraciados” con la innovación?

Romper la inercia de siglos cuesta. Lo sé. Y como cuesta, y mucho, lo mejor sería empezar  con informes “por cuestiones”. Pero esta es otra historia, que contaré la próxima vez que nos “bloguemos”.

Rafael Guerra
retorabogado@gmail.com 

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