Blog de Derecho Penitenciario
16 octubre 2025
Por Domingo Talens, miembro del Servicio de Orientación Jurídica Penitenciaria de Pamplona.
En un centro penitenciario de un lugar de la Península de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque me resulta imposible olvidarlo, en un tiempo pasado, aunque no tanto, en pocas semanas se sucedieron dos situaciones que deberían llevarnos a reflexionar y trabajar para evitar que se repitan en el futuro.
La primera, la de un ciudadano nacido fuera de esta nuestra supuesta Arcadia feliz, residente y cotizante durante muchos años en ella, expulsado cuando faltaba poco para que cumpliera la integridad de su condena. La expulsión, contemplada en la sentencia que le condenó, tenía marchamo judicial, no administrativo. Hasta aquí, una situación que no nos es desconocida.
Pero las características concretas de este caso deberían, y podían, haber abocado a otro resultado.
A primera vista, un hombre joven que parecía gozar de buena salud. Parecía. Desde su entrada en prisión, las lesiones cerebrales que padecía a resultas de los hechos por los que se le privó de libertad se habían agravado mucho. Llevaba un tiempo ingresado en la Enfermería, había perdido el control de sus esfínteres, por lo que iba siempre con pañales, y estaba diagnosticado de Daño Cerebral Adquirido. El pronóstico no contemplaba ninguna mejora. Al contrario.
Desde primera hora de la mañana en la que se iba a perpetrar (cometer, realizar, ejecutar, consumar, incurrir, según el diccionario de la RAE) la deportación, hubo una actividad frenética para tratar de abortarla. Fue demasiado tarde.
El equipo de abogados del Servicio de Orientación Jurídica Penitenciaria, su defensa en el procedimiento penal, el equipo médico a cargo del tratamiento de sus dolencias cerebrales, una asociación de larga trayectoria en defensa de los derechos de las personas privadas de libertad, lo pusieron en conocimiento tanto del juez sentenciador como del juzgado de vigilancia.
Sobra decir que todas las gestiones fueron estériles, que la legalidad de la deportación era, coincidían los juzgados, inatacable. Aun siendo así, lo que sería discutible dada la penosidad de sus dolencias crónicas actuales, desde un punto de vista humano, el resultado final fue cruel (desalmado, despiadado, inhumano, brutal, bárbaro, feroz, atroz,… son sinónimos según la RAE). Con mayúsculas.
En cuestión de horas, aterrizó en el país donde nació, sin dinero, sin contacto con su familia, sin acceso a un tratamiento médico especializado como el que necesita, sin nadie que se haga cargo de él. Que el lector aventure cuál será, abandonado a su suerte, su destino.
Probablemente no coincidió en el patio con la entrada de un furgón fúnebre que iba a recoger los restos de un interno, aquejado de cáncer en situación terminal desde al menos octubre del pasado año. Si la muerte estaba cantada ante el avance de un cáncer agresivo, le debería haber llegado fuera del recinto penitenciario. La cárcel no es sitio para morir de cáncer.
Su defensa lo venía pidiendo desde después del verano, sin éxito pese a unos informes médicos que anunciaban la cercanía del fatal desenlace. La resolución judicial accediendo a esta petición, no le llegó a tiempo.
Cabe extraer algunas lecciones de estos trágicos sucesos: en el caso de que haya órdenes de expulsión a la finalización de la condena fijadas en Sentencia judicial, hay que comprobar con tiempo las circunstancias de cada caso, no vaya a ser que la persona condenada reúna condiciones para tratar de evitarla; en el de las enfermedades terminales, no hemos de cejar para evitar que alguien fallezca en las cuatro paredes, con rejas, de una cárcel.