04 septiembre 2023

“Babylon”, o por qué las máquinas no sustituirán a los abogados

Por Jordi Estalella
TWITTER @jordiestalella

 

Estos días de verano canicular he visto Babylon, una película estrenada en España en diciembre del año pasado del director Damien Chazelle. Desde el musical La La Land (2016) galardonado con seis Óscar, incluido el de mejor director, y la también oscarizada Whiplash (2014), Chazelle no había dirigido ningún filme. Esta última producción del director de origen estadounidense-francés ha dividido a la crítica entre quienes la consideran caótica, irritante y aburrida hasta los que la califican de fascinante, estelar y brillante. Claramente la cinta no ha dejado indiferente.

Babylon transcurre en los años veinte en la ciudad de Los Ángeles (EE.UU.) y narra de una manera muy plástica el tránsito del cine mudo al sonoro a través de tres personajes principales: una actriz inestable que persigue la fama (Margot Robbie), un actor de éxito relegado por la industria (Brad Pitt) y un joven astuto que renuncia por amor a su carrera de ejecutivo en los grandes estudios (Diego Calva).

La película me interesa, y es el motivo de que la traiga a colación, porque muestra lo que sin duda fue una de las grandes innovaciones que transmutó la historia del cine: la aparición del sonido. En muchas secuencias puede contemplarse cómo el sonido acarreó tres cambios radicales.

En primer lugar, cambios de índole técnico, los cuales implicaban instalar micrófonos en puntos determinados del decorado, evitar cualquier ruido ambiente y sincronizar las pistas de sonido con la imagen. El segundo grupo de cambios afectaba a los actores y actrices, quienes debían memorizar el guion y aprender a declamar según la escena que rodaban. Por último, el cine sonoro transformó las reglas del mercado. Los espectadores dejaron de ver películas mudas, las estrellas de cine mudo se apagaron y los estudios tuvieron que adaptar su negocio al nuevo formato.

Lo que ocurrió en la industria del cine, o en otros sectores como la música o las agencias de viajes, no tiene paralelo con la abogacía, y vaticino que no lo tendrá en los próximos años. Existen múltiples indicios que apoyan mi pronóstico de los que aquí solo enumeraré algunos.

Para empezar, la labor de asesoramiento jurídico, aun en consultas en apariencia poco trascendentes, contiene un ingrediente humano del que es difícil prescindir y el cliente continúa reclamando. La interrelación que se establece entre el abogado y cliente es indisoluble de la cuestión jurídica porque esta se va configurando y perfeccionando a través de aquella. En otras palabras, la solución al problema jurídico, y aun el mismo problema, se dilucidan durante la conversación. Desde esta perspectiva, la cuestión jurídica es constitutiva y no solo declarativa.

El segundo indicio es la necesaria operación intelectual de subsumir la narración de hechos a una categoría normativa y hallar una solución que depende, no solo de la ley aplicable, sino también de variables como las circunstancias sociales y económicas de la persona o empresa, las intenciones, expectativas y motivaciones del cliente (confesadas y ocultas) y la estrategia del contrario. Este ejercicio intelectual exige del abogado la creatividad para conjugar todas esas variables y reajustar la solución primigenia a medida que dichas variables van alterándose.

El componente humano propio de la interrelación con el cliente y la creatividad en la resolución del problema jurídico es una constante que permanece invariable en la abogacía a lo largo del tiempo, y la inteligencia artificial generativa está lejos de superar la prueba de Turing consistente en alcanzar el grado de simulación que haga indistinguible la inteligencia de la máquina de la de la persona.

La inteligencia artificial será una herramienta que ayudará a los abogados en su trabajo y será útil para hallar una primera orientación, resumir grandes cantidades de información o redactar algunos escritos. Ahora bien, de ahí a que revolucione el trabajo jurídico y el sector legal del modo que lo hizo el sonido con la industria del cine dista un abismo. Así pues, sigamos disfrutando de los clásicos, mudos o no.

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