Blog de Derecho de los Animales
19 septiembre 2025
Por Manuel Molina Domínguez, presidente y fundador de la Asociación Balear de Abogados por los Derechos de los Animales (ABADA), coordinador de la Comisión de Derechos de los Animales del Colegio de Abogados de Baleares y miembro de INTERCIDS.
Desde que hace casi 4000 años el Código de Hammurabi previó por primera vez castigos proporcionales a cada delito -pasando por el Derecho Romano y su innovadora noción de responsabilidad objetiva, así como por la Ilustración que intentó eliminar la crueldad en las penas-, nuestro actual Derecho Penal ha evolucionado buscando el equilibrio entre la Justicia y la proporcionalidad sancionadora. Pero también -y muy importante- la prevención del delito.
Somos muchos los que creemos que es, precisamente, el Derecho Penal la herramienta que en un Estado moderno más puede contribuir -bien diseñada- a luchar contra los casos de maltrato más graves y crueles cometidos contra seres sintientes especialmente vulnerables e indefensos, sean éstos, humanos o no humanos. No estoy hablando, por tanto, de cualquier tipo de delitos. Sino de aquellos en los que por pura maldad (sí: la maldad -término bastante desestimado últimamente- existe) y/o por un absoluto desprecio ante el sufrimiento ajeno, ciertos individuos causan grave daño, intenso dolor, a veces hasta la muerte, a seres que no pueden defenderse. Y resulta evidente que solo una efectiva contundencia de las penas, proporcional a la gravedad del delito, puede suponer una herramienta eficaz en la lucha contra el maltrato animal grave. Porque, frente a casos especialmente crueles, sólo el efectivo ingreso en prisión provoca el beneficioso efecto de “aviso a navegantes”, es decir, esa deseable prevención del delito, antes mencionada.
Me explicaré gráficamente mediante algún caso real y reciente, aunque sin intención de resultar exhaustivo.
Hace 4 años, en Mallorca (Baleares), un individuo fue detenido por la Guardia Civil por haber dado muerte y descuartizado a una yegua, utilizando para ello un hacha. El animal había introducido una pata en una rejilla del suelo sita en un camino entre fincas rústicas, quedando trabada y bloqueando dicho camino; por lo que, para despejar éste, nuestro protagonista fue hasta su coche, cogió el hacha y, a golpes, dio muerte al indefenso animal. Seguidamente, seccionó con el mismo instrumento las patas de la yegua, y la arrastró a pedazos hasta una finca cercana. El suceso fue presenciado por algún horrorizado testigo.
Fue acusado de un delito de maltrato animal. Y en la vista del juicio quedó demostrado que, antes de tomar la drástica decisión de matar y descuartizar al animal: el reiterado individuo, matarife aficionado, podría haber llamado desde su teléfono móvil -ya que había cobertura- a la Guardia Civil (que estaba cerca), pero no lo hizo; que podría, del mismo modo, haber llamado al veterinario de la Delegación de la Consejería de Medio Ambiente de Baleares (que estaba a apenas 20 minutos del lugar donde ocurrieron los hechos), pero no lo hizo; que podría haber llamado a los agentes forestales de la misma Consejería (que solían deambular por allí), pero no lo hizo; que podría haber llamado a una grúa (para que le ayudaran a sacar a la yegua que, por tener trabada la pata en la rejilla, no podía liberarse por sí misma), pero no lo hizo. Lo único que hizo fue, priorizando dejar el camino libre lo antes posible, golpear varias veces con un hacha al animal y despedazarlo. Según el informe pericial emitido a posteriori en el juicio por el veterinario de la Consejería de Medio Ambiente, la yegua tardó mucho en morir, debido a que recibió numerosos golpes, ya que estos no fueron precisamente certeros; sin poder descartar totalmente, además, que el animal empezara a ser despedazado mientras todavía estaba vivo.
El ministerio fiscal solicitaba para el acusado una pena de 18 meses de prisión. La Acusación Popular pidió que fuese condenado a la misma pena de prisión (el máximo previsto en el Código Penal aplicable); además de a una pena de 4 años de inhabilitación para ejercicio de profesión, oficio o comercio con animales, y para la tenencia de animales (también el periodo máximo previsto legalmente).
Sin embargo, el acusado fue absuelto, ya que el Juzgado estimó que los hechos no tenían “relevancia penal”. La sentencia tuvo en cuenta que el acusado declaró en su defensa que mató al animal para que no sufriera. Y por ello, aun considerando el juzgador que la acción del acusado -al matar a la yegua con un hacha del modo en que lo hizo- fue “insensible e inhumana”, declaró (y aquí viene lo más significativo a los efectos que nos ocupan) que esos hechos no debían ser sancionados en vía penal, sino “en vía administrativa”. Por tanto, el citado individuo quedó absuelto y libre. (Apunte: el sujeto en cuestión era insolvente, por lo que ningún efecto tendría en él una hipotética multa administrativa; sanciones que, además, en muchos casos no llegan siquiera a imponerse).
Pues bien, apenas dos años después de haber ejecutado a la yegua, el mismo sujeto fue apercibido por la Guardia Civil por tener en su finca un perro que presentaba signos evidentes de enfermedad: posible leishmaniosis. Los agentes le dijeron que no podía tener al perro sufriendo en esas condiciones, y que debía llevarlo inmediatamente a un veterinario. El sujeto decidió entonces, sin obtener ningún tipo de analítica previa, sacrificar al animal por su propia cuenta.
Nuestro individuo volvió a ser juzgado por un delito de maltrato animal. Fiscalía solicitaba 20 meses de prisión (con base en el Código Penal vigente). El acusado reconoció los hechos, alegando que el tratamiento era caro, y que “decidió” sacrificar al animal. Es decir, que, en lugar de administrarle tratamiento para su aparente enfermedad, lo mató. Pero, como posibles alternativas, tampoco llevó al perro a una perrera municipal para dejarlo allí, ni intentó en ningún momento darlo en adopción (por ejemplo, a través de una asociación protectora), a fin de que el animal pudiera tener alguna oportunidad. No obstante, el sujeto fue absuelto de nuevo mediante la correspondiente sentencia penal.
Habrá quien pueda pensar que lo anterior es fruto de la casualidad. O que se trata de un “caso aislado”. Todo es posible, sin duda. Pero, después de más de 30 años de ejercicio en mi profesión, creo poco en las casualidades. Y llevo el suficiente tiempo como para ver las cosas en perspectiva y percibir claramente la tendencia que por diversos motivos (aunque con excepciones puntuales) se está imponiendo en la vía jurisdiccional penal en estos últimos años.
Vaya por delante mi absoluto respeto a Juzgados y Tribunales, y sus resoluciones (aunque en ocasiones no las comparta). Pero creo que, como le oí decir hace más de dos décadas en una conferencia en el Colegio de Abogados de Baleares a un magistrado al que siempre he respetado especialmente por su valentía e integridad, la tendencia de las decisiones de Juzgados y Tribunales -además de motivada en su interpretación de la Ley- va en gran medida a remolque de los cambios sociales.
Y creo también que, de unos pocos años a esta parte, un sector del Poder Legislativo y Ejecutivo (¡cherchez la política!) intenta extender entre la sociedad la idea de que las penas de prisión serían poco menos que un símbolo de “opresión” opuesto al “progresismo” (una consideración simplista, en mi opinión, ya que el verdadero progresismo debería caracterizarse por dar soluciones reales a los problemas reales).
De ahí, por un lado, la reticencia de tales legisladores a endurecer dichas penas. Concretamente, en la última reforma del Código Penal (Ley Orgánica 4/2023, de 27 de abril) se perdió la gran oportunidad de incrementar el límite superior de la correspondiente al delito de maltrato animal por encima de los dos años de prisión, como muchos de los que llevamos mucho tiempo luchando en los Tribunales contra el maltrato animal veníamos demandando (lo que habría facilitado el efectivo ingreso en prisión de los maltratadores en los casos más graves y crueles). Teníamos además el ejemplo reciente de un país de nuestro entorno sociocultural, poco sospechoso de no ser un Estado con una larga tradición democrática, como Francia, donde en 2021 se habían incrementado las penas para los casos más graves de maltrato a los animales, con hasta 5 años de prisión. Pero aquí en España, no. Aquí se dejó en 24 meses (es decir, sin superar esa barrera –vide art. 80 C.P.- que facilitaría su efectivo cumplimiento, con el “sanísimo” efecto que ello podría haber tenido para los potenciales maltratadores futuros).
(Todo ello sin mencionar con detenimiento -por falta de espacio en este artículo- otras cuestiones controvertidas, como la curiosa manera en que esta última reforma de nuestro Código Penal cambió el concepto del delito de abuso sexual contra animales, exigiendo a partir de la misma que se hayan causado lesiones; es decir, que en contra de lo que preveía nuestro Código Penal anterior en el que se castigaba el abuso sexual sin más -hubiera lesiones o no-, a partir de 2023 ¡si no hay lesiones, no hay delito y, por tanto, tampoco pena alguna! Un retroceso que, sinceramente, da mucho que pensar…).
Y, por otro lado, la más o menos secreta intención de “sacar” progresivamente -en la práctica- determinadas actividades delictivas, del ámbito judicial penal. Publicitando para ello, a bombo y platillo, una Ley de Bienestar Animal estatal que -aunque buena idea para mejorar la vida de algunos animales (ojo: se dejó fuera a los perros de caza, con terribles consecuencias para muchos de éstos)-, no lo es para sancionar las conductas más graves de maltrato: porque sus procedimientos son poco ágiles, y porque en muchas ocasiones las sanciones económicas no tienen el efecto preventivo y erradicador deseado (solo afectan a las economías medias, pero no al maltratador insolvente, ni tampoco a las grandes fortunas).
Algo que, de paso, con un poco de “suerte” (seguramente piensen ciertos responsables políticos), puede contribuir a que se descongestione la Administración de Justicia, y así continuar aplazando el dotarla de los necesarios medios que necesita y demanda desde hace años para poder seguir dando soluciones a la sociedad (lamentablemente, la Justicia siempre ha sido la “Cenicienta” de las Administraciones del Estado). Porque, si de ese modo, la vía penal se va mostrando parcialmente “esquiva”, más o menos ineficaz, para condenar a los maltratadores (incluso a algunos de los más crueles, confesos o pillados in flagranti), quizá quiénes los persiguen se vayan desmotivando y den “menos la lata” con este tema ¿verdad? Algo que no va a suceder, al menos, en lo que respecta a las asociaciones de abogados que de forma completamente desinteresada y altruista empezamos, algunos hace ya bastantes años, a perseguir, denunciar y ejercer como colectivo la acusación popular o particular en los procedimientos legalmente pertinentes.
Pues ¡mucho ojo! Porque, o bien el Estado refuerza las herramientas penales -incremento, inclusive, de penas por encima de los dos años de prisión para los delitos más graves-, y dota a la Administración de Justicia de medios y personal suficientes (algo compatible con la implantación paralela de un sistema administrativo que sancione los casos menos graves -Ley de Bienestar Animal mediante-, pero que no deje fuera a ningún animal, sean perros de caza o trabajo, como en la actualidad), o mucho me temo que, en lo que respecta a la persecución y prevención del maltrato animal grave, en España nos encaminamos hacia un sistema fallido.
Y los maltratadores de animales en general, no lo olvidemos, son individuos peligrosos también para sus congéneres.