04 marzo 2022

¿Tienen derecho a la intimidad los profesionales de la Abogacía?

Por Albino Escribano, secretario de la Comisión de Deontología del Consejo General de la Abogacía Española y decano del Colegio de la Abogacía de Albacete. 

En muchas ocasiones, en conversaciones entre profesionales, se pone de manifiesto la molestia que supone tener que atender asuntos de trabajo en cualquier lugar o de cualquier manera: en la barra del bar mientras charlas con un amigo, por la calle mientras paseas con tu pareja o hijos, o con el perro, o mientras disfrutas de cualquier evento o haces deporte. Esto por no hablar del wasap fuera de cualquier criterio horario o de contenido. Sin duda, estos ejemplos muestran una vulneración de la intimidad del profesional, es decir, de su ámbito personal, familiar, espiritual o físico.

Puede decirse que tales actuaciones son expresiones de simple falta de respeto o de educación hacia la persona. Es evidente que, aunque se dude por algunos de la condición humana del profesional de la Abogacía, a falta de previsión constitucional o estatutaria sobre el particular, debemos presumir que tenemos derecho a la intimidad.

Sin embargo, la asunción de tales actuaciones como normales lleva al punto de considerar a veces, en una auténtica manifestación del Síndrome de Estocolmo, que carecemos de ese derecho frente a los requerimientos y derechos del cliente, llegando a plantearse si exigir una mínima intimidad personal vulnera nuestras obligaciones profesionales.

Recientemente, en una charla sobre deontología en el Colegio de Abogados de Cuenca, al terminar la animada sesión, se me acercó una joven compañera para preguntarme si el hecho de estar embarazada y no manifestárselo al cliente suponía un conflicto de intereses o, al menos, una vulneración de sus obligaciones profesionales.

Me indicaba que, al quedarse embarazada y no manifestárselo, parecía que pudiese existir conflicto al anteponer, en su caso, sus intereses personales a los del cliente, toda vez que el embarazo y posterior parto podría suponer un retraso en la resolución del asunto si se viese obligada a pedir suspensiones.

Tras aclararle que, en mi opinión, ningún conflicto de intereses existía, toda vez que su vida privada y sus decisiones en orden a su vida, cuerpo y salud, en particular a la cuestión que planteaba, en nada afectaban al interés del asunto en perjuicio del cliente, me cuestionó sobre si, en cualquier caso, tenía la obligación de informar al cliente de que estaba embarazada a fin de que supiese que eran posibles eventuales complicaciones, o en el parto y baja maternal, y que eso podría no interesarle en orden al encargo del asunto (de entenderse así, esa obligación sería también extensible al profesional cuya pareja estuviese embarazada).

Las normas deontológicas, tanto las contenidas en el Estatuto General como en el Código Deontológico, establecen que debemos informar al cliente de un gran número de cosas. Sin embargo, entre ellas no se encuentra nuestro estado de salud, ni, de momento, la necesidad de acreditárselo con el correspondiente informe, aunque el artículo 12.B.5 CDAE impone comunicarle al cliente las circunstancias de supuestos de enfermedad o invalidez por largo tiempo que impidan atender el cuidado de sus asuntos. Tampoco nuestros proyectos personales, de cualquier tipo, parece que deban ser de la incumbencia del cliente. La relación de confianza de que hablan los artículos 4 y 12 del CDAE no parece que deba extenderse a estas cuestiones.

Y aquí se plantea otra cuestión que ya he oído por ahí en boca de algún mal pensado: ¿y si se aprovecha la circunstancia del embarazo o del estado de salud para retrasar un procedimiento? Ya saben el dicho: un mal abogado puede retrasar un procedimiento, y uno bueno mucho más.

Entiendo que no podemos ni debemos entrar en esas disquisiciones. Tenemos derecho a la intimidad (como cualquier persona), a quedarnos embarazados (sin pensar en el cliente), a enfermar (aunque no queramos) y a disfrutar o sufrir de cualquiera de las incidencias que forman parte de la vida. Y eso no supone infracción deontológica. Infracción deontológica lo supone no actuar conforme a la buena fe, integridad o la diligencia exigible. Y también lo es no respetar a quien disfrute o sufra de dichas incidencias vitales.

Llegamos así a la conclusión, quizá interesada por mi parte, de que los profesionales de la Abogacía somos personas, o debemos serlo, y como tales, por disposición del artículo 18 de la Constitución, tenemos derecho a la intimidad, o debemos tenerlo. Y eso, salvo que cualquier circunstancia nos impida atender los asuntos por largo tiempo, no estamos obligados a informarlo al cliente. Y si por razón de enfermedad o incapacidad no podemos asumir o continuar con el encargo, entra dentro de la diligencia debida dejar el asunto, pero sin tener que manifestar al cliente la razón si no queremos hacerlo (artículo 12.A.4 y 6 CDAE).

En cuanto a la consulta de pasillo con que iniciaba este texto, ya se sabe la frase de Don Luis Albo LLamosas: “malas para el cliente, malas para el bolsillo”. En nuestra defensa frente a previsibles invasiones consultivas, cabe decir que normalmente trabajamos en nuestros despachos muchas horas, durante las cuales podemos atender adecuadamente no sólo las visitas de nuestros clientes, sino las de cualquiera que tenga interés en conocer nuestra opinión jurídica, y responder a sus consultas. Lo de su remuneración es otro tema.

Comparte: