20 mayo 2013

El futuro de nuestra Administración de Justicia

Juan Antonio Xiol Ríos. Presidente de la sala primera del Tribunal Supremo

1. ¿Cuál es el problema?

La Constitución supuso un cambio radical en la Administración de Justicia. La Dictadura trató de mantener formalmente los principios del Estado de Derecho tratando de hacerlos compatibles con un sistema no democrático basado en el principio de la unidad de poder. Para lograr esta imposible finalidad se siguieron, entre otras, las siguientes políticas:

1. Se despojó a los tribunales de cualquier función significativa en el plano social o político. Los asuntos que podían tener cualquier trascendencia de esta naturaleza se atribuían mediante normas competenciales de carácter muy flexible y confuso a la judicial militar o a una pléyade de tribunales especiales, entre los cuales ocupó un papel destacado el Tribunal de Orden Público.

2. La parte restante de la Administración de Justicia, condenada a la inoperancia, fue organizada con arreglo a criterios cimentados en un positivismo formalista de carácter muy radical. Los destacados juristas que realizaron esta labor lograron notables realizaciones, como algunas importantes leyes de los años 50. Su trabajo se amparó en una ideología positivista que acababa de fracasar estrepitosamente, como se puso de relieve unánimemente en Europa tras la terminación de la Segunda Guerra Mundial y se visibilizó en los procesos de Nuremberg. Para justificar tan extraña regresión se acudió constantemente a los principios de separación de poderes y sumisión de los jueces al imperio de la ley acuñado en la Revolución de la Francesa. Se elevó a un altar la figura de Montesquieu, como padre del principio de separación de poderes. Esta afirmaba que el poder judicial es un poder nulo y que los jueces son seres inanimados que no pueden moderar la fuerza ni el rigor de la ley, pues simplemente son la boca que pronuncia sus palabras. Si es necesario, decía, moderar el rigor de la ley debe acudirse al poder legislativo para que dicte sentencia. Se prescindió de las ideas relacionadas con el papel central del juez en la protección de los derechos humanos, que tanta influencia habían tenido en la Constitución de Cádiz, la cual se presentaba así mutilada. El Tribunal Supremo, que nació con el encargo de hacer efectivos los principios de Estado Liberal de igualdad y unidad judicial, fue descrito, en una revisión de la historia, como un tribunal de casación. Lo cierto es que, como resultado del fracaso de la revolución liberal en España, el Tribunal Supremo solo había asumido ese papel, transformando su naturaleza, más allá de la mitad del siglo XIX.

No era la primera vez que un régimen totalitario trataba de encontrar una justificación en el alma fuertemente positivista que inspiraba la Revolución Francesa: como observa en un libro póstumo Tony Judt (Thinking the Twentieth Century), un fenómeno similar se produjo en los primeros años de la revolución rusa de 1917.

3. Esta construcción tenía el inconveniente de que carecía de legitimación democrática y en consecuencia no cumplía los requisitos exigidos por lo que hoy los pensadores llaman la regla de reconocimiento del sistema jurídico. También aquí se encontraron soluciones: como mecanismo legitimador se utilizó el Derecho natural, en su versión racionalista, basada en la idea de que la razón natural se plasma en cada concreto sistema de Derecho positivo (como afirmó Legaz Lacambra).

Los problemas de la Administración de Justicia en los años de vigencia de la Constitución derivan, a mi juicio, de estos orígenes. Por una parte, tras la Constitución la organización de los tribunales no siempre se inspira en razones constitucionales. Por otra, sigue imperando la tradicional escasez de medios de la Administración de Justicia, y las endémicas dificultades para solucionar graves problemas de eficacia. Existe una unanimidad difusa en cuanto a la forma de resolverlos, pero apenas se reflexiona sobre la etiología de las dificultades para hacerlo. Prevalece la tradición arbitrista sobre los criterios pragmáticos y se convive con la ineficacia como un aspecto más de una concepción servil del sistema jurídico en su conjunto, fatalmente aceptada.

Cabe, pues, preguntarse por qué razón ha resultado tan difícil reorganizar la Administración de Justicia no solamente para dotarla de los medios adecuados, sino principalmente para lograr de forma franca que sea eficaz en la utilización de los medios de que disponga, aunque estos no puedan ser en un momento determinado, como es el de la crisis económica actual, los que corresponderían a una situación óptima.

Suele decirse que falta voluntad política. Y probablemente sea verdad. Pero ¿qué quiere decir esto? Yo pienso que una de las razones de esta situación, o quizá la principal, no radica solo en la Administración de Justicia, ni radica tampoco, fuera de ella, solo en el ámbito político, sino que tiene su lugar en la propia concepción que quienes integramos la cultura jurídica interna y externa (es expresión del sociólogo Friedman) tenemos del Derecho, pues entiendo que arrastramos todavía rémoras derivadas de nuestra escasa experiencia histórica de carácter democrático. Por ello creo, en suma, que el problema de la Justicia en España, en gran medida, deriva de que el sistema jurídico, condicionado por una experiencia histórica negativa, no acaba de encontrar una solución adecuada al problema del significado social del Derecho en general y, más ampliamente, el problema del reconocimiento del papel del juez como juez del Derecho en la sociedad moderna.

2. El paradigma positivista frente al paradigma constitucional

2.1 El dilema de la actividad judicial

En el Estado democrático las decisiones son adoptadas por los representantes políticos elegidos libremente por los ciudadanos, los cuales representan al pueblo, como dice la Constitución. Más allá de disquisiciones metafísicas sobre la prohibición de los mandatos imperativos, se han estudiado justificaciones para reconocer como propia de la democracia representativa la existencia de una holgura entre la voluntad de los votantes y la acción de sus representantes, especialmente en el campo económico (por ejemplo, Surowiecki, The wisdom of crowds). Pero no es lo mismo reconocer un ámbito de discrecionalidad a los representantes políticos que al juez. Esta puede plantear problemas desde el punto de vista democrático, pues tiene el riesgo de desembocar en una labor de creación judicial del Derecho ajena o incluso contraria a la voluntad de la mayoría.

Los pensadores coinciden en que la característica fundamental del razonamiento jurídico mediante la que pretende corregirse esta posible desviación del principio democrático radica en que la norma, es decir, el mandato objetivo derivado de las fuerzas sociales legitimadas para establecer normas de convivencia, constituye para el juez, en aras del principio democrático, una premisa concluyente (excluyente, según Raz, perentoria, según Hart, o atrincherada, según Schauer). El problema está en determinar cuál es el alcance determinante de la ley frente a principios y valores de orden superior que el juez está obligado a respetar con arreglo a la voluntad constituyente de la sociedad.

En el mundo actual y en nuestro contexto existen dos respuestas para contestar a esta pregunta.

2.2 El positivismo formalista

El positivismo formalista es hoy, en nuestra particular situación en España, la respuesta predominante.

El positivismo formalista se basa en el paradigma del imperio de la ley. El imperio de la ley constituye de manera agotadora la fuente de inspiración de todo fenómeno jurídico. La ley ocupa un papel central y necesario en toda actividad socialmente significativa que tenga que ver con el Derecho.

La ley emana de la voluntad general, que tiene carácter infalible. Se admite una separación absoluta entre el Derecho y la Moral. El poder legislativo, y, en sistemas parlamentarios como el nuestro, el poder ejecutivo, que condiciona y determina su actuación, tiene carácter privilegiado: constituye el centro de gravedad. Los otros poderes, entre ellos el judicial, aparecen como complementarios. El juez se concibe, sujeto a un paradigma burocrático, como un agente de la sociedad cuya legitimación deriva de la aplicación y ejecución de la ley de modo no muy diferente a como se justifican los privilegios de cualquier administración pública. Al juez se le exige un buen conocimiento de las leyes basado en la retentiva memorística y poca capacidad crítica y de creación, pues se teme el llamado gobierno de los jueces.

El positivismo formalista constituye hoy una posición muy extendida en la práctica jurídica. Se reconoce, entre otros extremos, por las actitudes teóricas y prácticas que tienden a resolver los conflictos jurídicos, incluso los casos difíciles, mediante la elaboración de deducciones lógicas de carácter formal sobre el texto descarnado de la ley completadas, en último término, con cláusulas abstractas de cierre, tales como la interpretación restrictiva de los preceptos imperativos o limitativos de derechos, el valor sustancial de las formalidades procesales o las que derivan de un complejo sistema de presunciones para los casos de insuficiencia de los hechos o de la ley misma.

Incluso en las versiones más modernas del positivismo jurídico la fidelidad servil a la ley se traduce en que la Constitución no es una norma inspiradora, sino una norma jurídica como las demás, sujeta a los criterios de interpretación generales, y relacionada con las demás normas, como mero marco limitador, por un principio de jerarquía concebido como una cadena de autoridades.

2.3 Las posiciones constructivistas

Frente a esta concepción avanza hoy otra basada en el llamado paradigma constitucional. En nuestro contexto tiene grandes dificultades y es objeto, más que de crítica, de resistencia por parte de la comunidad jurídica, la cual se suele dar cuenta de ella más bien desde posiciones realistas. Dentro del mundo del pensamiento responde a las posiciones llamadas constructivistas. Defiende la necesidad, al menos en los casos difíciles, de elaborar una construcción argumentativa que integre como premisas jurídicas principios y valores, paradigmáticamente establecidos en la Constitución; y aplique la ley de acuerdo con la realidad social y con los instrumentos suministrados por la ciencia y la técnica. Según esta cuarta posición los casos difíciles no pueden resolverse interpretando la norma en abstracto con criterios de lógica formal, sino que existen posibilidades de dar una solución jurídica al conflicto argumentando dentro de la cultura jurídica con los principios que integran el sistema dentro de los límites que la ley impone.

El método propugnado para ello consiste, por una parte, en combinar el llamado contexto de descubrimiento y el contexto de justificación. El contexto de descubrimiento exige encontrar premisas positivas, es decir, razones para fundar una conclusión, y premisas negativas, es decir, razones que limitan las posibilidades de decidir, y valorar en cada caso su mayor o menor fuerza y, excepcionalmente, su carácter concluyente si alguna de ellas lo tiene. Por otra parte, este método debe tener en cuenta no solo la racionalidad estrictamente formal, sino aplicar la racionalidad que Peczenic ha denominado racionalidad LSD. Esta comprende, en primer lugar, la racionalidad lógica y lingüística, que exige que los distintos argumentos no contengan saltos lógicos ni prescindan del contexto gramatical, semántico y social del lenguaje utilizado por el legislador. En segundo lugar comprende la llamada racionalidad de la coherencia, que supone valorar la fuerza de las distintas premisas de acuerdo con los criterios comúnmente aceptados por la comunidad jurídica. Finalmente, comprende la racionalidad discursiva, que exige valorar la bondad de los razonamientos y de la conclusión obtenida en un contexto dialéctico de contraste con otras posibles soluciones según el criterio de un hipotético espectador imparcial o auditorio universal (estos conceptos fueron acuñados por Perelman y McCormick).

En esta concepción el imperio de la ley no desaparece, sino que deja de ser un paradigma y de desempeñar, en consecuencia, un papel informador del Derecho. El papel paradigmático es asumido por la ponderación de los principios y valores que se encuentran representados en la Constitución.

3. Consecuencias

Las consecuencias de esta concepción suponen una revolución en el mundo del Derecho.

La Constitución deja de ser un programa político y se convierte en una fuente de Derecho que inspira todo su contenido.

La Constitución se carga de moral: disminuye la parte orgánica y se incrementa la parte dogmática en extensión e importancia. Los textos de la Constitución permiten la incorporación del mundo de los valores éticos al Derecho. La moral circula dentro del Derecho. Está contenida en los principios jurídicos que controlan la validez de la respuesta jurídica. La capacidad del juez es la de integrar los principios y valores éticos en el razonamiento jurídico. Para esto no basta con saber la ley (habilidades memorísticas), sino que se requieren las habilidades dialécticas propias del irónico, de quien necesita apasionadamente el diálogo para construir certezas contingentes (me refiero a Richard Rorty) y una idoneidad ética. La ética adquiere un papel central en las condiciones subjetivas del juez.

La ley está sometida al control por parte de jueces constitucionales (bien como Judicial Review o como jurisdicción concentrada). No solo rige en nuestro Derecho la justicia concentrada constitucional, sino también la interpretación de las leyes conforme a la Constitución. Debe contrastarse la solución jurídica con los principios y valores morales que pueden considerarse amparados por la Constitución. Deberá plantearse, cuando proceda, la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional o deberá dejarse de aplicar la ley cuando sea contraria al Derecho europeo en que se reflejen tales principios. Los principios y valores operan como idea regulativa según Alexy. Los lamentos sobre la dureza o la injusticia de la ley invitan inmediatamente a una reflexión sobre en qué medida tienen fundamento y en qué medida suponen eludir la responsabilidad del juez. El juez no es un representante democrático; pero, según Alexy, es un representante argumentativo.

Se imponen nuevos métodos jurídicos que no tienen en cuenta únicamente la forma clásica del razonamiento por subsunción, sino métodos de adecuación y de ponderación. La creación y la aplicación del derecho no es un acto de voluntad, sino que se realiza a través de la razón práctica optando entre diversas soluciones racionales. Se supera el voluntarismo. El origen y la aplicación del Derecho tiene que ver con el diálogo. La respuesta acertada del Derecho debe encontrarse contrastando las soluciones por medio del diálogo.

El Derecho ya no es solo la aplicación de la ley, sino que empapa también el proceso de su creación. No solo la aplicación, sino también la creación del Derecho es fruto de la razón práctica obtenida mediante el diálogo. Existe una diferencia de límites y de procedimiento entre el derecho parlamentario y el derecho judicial. Como explica Luhman, el juez, a diferencia del legislador, no actúa según un método de oportunidad, de prueba y error. Pero la esencia jurídica es la misma.

El diálogo en que el Derecho consiste obliga a tener en cuenta todos los elementos: Derecho extranjero, jurisprudencia extranjera, consensos sociales, opiniones de quienes tienen autoridad en el mundo de la ética.

Frente a la Teoría pura del Derecho de Kelsen, el Derecho se convierte en impuro, pues no solo se tiene en cuenta el razonamiento abstracto sobre el texto de la ley, sino que toma en cuenta valoraciones sobre los elementos proporcionados por otras disciplinas, que integran las llamadas premisas extrasistemáticas y sirve también para la creación de la ley.

Finalmente, el Derecho deja de ser solo coercitivo y adquiere un carácter funcional, preventivo y restaurador, de recomposición de la convivencia y de las relaciones humanas. Importa el arrepentimiento, el diálogo y la mediación como instrumentos de restauración de la dignidad humana. El valor de una sentencia no solo se mide en abstracto, sino también por sus efectos y consecuencias sociales.

Sospecho que todo es inútil fuera de esta concepción, que representa lo más avanzado en el pensamiento del mundo occidental. Si logramos la penetración de estas ideas en nuestra cultura jurídica será muy fácil organizar la Administración de Justicia. Se abrirá paso sin más dificultades la añorada voluntad política de reforma, pues no existirán motivos, justificados o inconfesables, para no desear su eficacia. En el caso de que no sea así, estamos condenados a pervivir en una ineficacia del sistema judicial y en una doble moral del sistema jurídico cada vez más llamativa y a buscar consuelo en el realismo jurídico. Sí: a consolarnos pensando, como dice el sociólogo norteamericano Duncan Kennedy, que la sociedad siempre necesita a los jueces, porque necesita hacerse la ilusión de que la justicia existe.

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