14 junio 2018

Delito fiscal y proceso penal: crónica de un desencuentro

Por Joan Iglesias Capellas, abogado y doctor en Derecho, socio en Crowe Horwath y ex inspector de Hacienda

joan.iglesias@crowehorwath.es

Los efectos jurídicos que produce el inicio de un proceso penal por delito contra la Hacienda Pública pueden analizarse desde una doble perspectiva: la procesal y la tributaria. La primera tiene por finalidad determinar las consecuencias que la normativa procesal asocia al comienzo de aquella actividad jurisdiccional que tiene por objeto examinar unos hechos susceptibles de generar responsabilidad penal en la persona (física o jurídica) a la que se atribuye la comisión de una defraudación tributaria de carácter delictivo. La segunda se ocupa de los efectos que la normativa tributaria establece en los procedimientos de inspección, recaudación y sancionador tributario cuando se advierten indicios de la posible trascendencia penal del incumplimiento del deber general de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos.

El punto de confluencia entre ambas perspectivas coincide con el momento de la denuncia que presenta la Administración tributaria cuando, en un procedimiento inspector, descubre un comportamiento irregular en el cumplimiento de las obligaciones tributarias de un determinado contribuyente y considera que, por sus características, se ajusta al comportamiento descrito en el artículo 305.1 del Código Penal.

En ese preciso instante, lo que se inició como un procedimiento administrativo se transforma en la fase previa de un proceso penal. Por ello, articular el tránsito entre la fase administrativa y la fase jurisdiccional del proceso penal por delito contra la Hacienda Público, técnicamente, constituye un auténtico reto para el legislador pues, para ello, resulta indispensable conciliar las normas penales con las tributarias y las procesales, al tiempo que deben organizarse las actuaciones a desarrollar por órganos distintos, integrados en Poderes Públicos diferenciados e independientes uno de otro -el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo- y, todo ello, respetando las garantías y los derechos fundamentales de los contribuyentes, particularmente los establecidos en el artículo 24 CE.

Las soluciones técnicas arbitradas por el legislador para tratar de coordinar los procedimientos tributarios con el proceso penal por delito contra la Hacienda Pública han ido evolucionando a lo largo de los años hasta llegar a la actualidad, sin que podamos afirmar que se haya logrado consolidar en nuestro ordenamiento jurídico un modelo u otro de relación entre la administración tributaria y la jurisdicción penal, pues el criterio de reparto de funciones y competencias ha ido variando pudiéndose distinguir, al menos, cuatro etapas.

1ª ETAPA (1977 – 1986).  LA PREFERENCIA ADMINISTRATIVA PLENA

Desde el año 1977 hasta el año 1986, para organizar la intervención de la administración tributaria y la jurisdicción penal en los casos en los que se descubre la posible existencia de una defraudación fiscal delictiva, predominó lo que podríamos definir como un modelo de preferencia administrativa absoluta (o plena), en virtud del cual el ejercicio de la acción penal por delito contra la Hacienda Pública requería la previa firmeza de la liquidación tributaria por la que se fijaba definitivamente la cuota defraudada.

Durante este reducido lapso temporal, la liquidación de la cuantía de la deuda tributaria constituye una condición de admisión de la denuncia del delito tipificado en el artículo 319 del Código Penal (1973), siendo además la Administración tributaria (concretamente el Delegado de Hacienda) el único sujeto legitimado para denunciar el presunto delito ante el Ministerio Fiscal, en cuyo caso quedaba en suspenso la potestad sancionadora de los órganos administrativos hasta que concluyera el proceso penal. Además, en ningún caso la sentencia, ya fuere condenatoria ya fuere absolutoria, podía modificar la liquidación firme practicada por la Administración tributaria, sin perjuicio de su impugnación ante los tribunales de lo contencioso-administrativo, perfectamente compatible con la actuación del juez penal.

Desde una perspectiva procesal, este modelo se caracteriza: (i) por la exigencia de un presupuesto de acceso a la jurisdicción, consistente en la existencia de una liquidación tributaria firme; (ii) por el alcance limitado de la litispendencia penal, exclusivamente referida al procedimiento sancionador tributario; (iii) por la innecesaria aplicación prejudicial de la norma tributaria en el proceso penal, puesto que el importe de la cuota defraudada no se discute, ni compete al juez penal su determinación; (iv) y, finalmente, por la estricta aplicación del principio de cosa juzgada penal a los aspectos del pronunciamiento judicial relacionados con comportamiento del contribuyente (elemento subjetivo).

2ª ETAPA (1986 – 1995). LA PREFERENCIA PENAL RELATIVA

La reacción del legislador ante la práctica unanimidad de las críticas doctrinales al modelo de preferencia administrativa plena fue optar por la solución contraria, siendo la modificación del Código Penal introducida por la Ley Orgánica 2/1985, de 29 de abril, el primer paso hacia el cambio de modelo, pues en el nuevo artículo 349 CP se elimina la necesidad de firmeza de la liquidación administrativa para presentar la denuncia, y se amplía la legitimación activa, homologando, de este modo, el delito contra la Hacienda Pública al resto de delitos públicos.

Despejado el camino en el ámbito procesal, en el ámbito tributario, por vía interpretativa primero y legislativa después, se produce un cambio en la regla de preferencia, de modo que, no sin ciertas vacilaciones, en la práctica forense se instaura un modelo que podríamos denominar de preferencia penal limitada (o relativa), en virtud del cual, si bien la Administración tributaria mantiene intactas sus potestades de liquidar y recaudar la deuda tributaria, el inicio del proceso penal impide la continuación o iniciación de procedimientos tributarios concurrentes con las actuaciones judiciales.

Es decir, por primera vez, el principio de no duplicidad sancionadora extiende sus efectos más allá del procedimiento sancionador tributario, de modo que la regla de litispendencia penal aparece como fundamento procesal de la preferencia del órgano penal y, en consecuencia, como causa de la suspensión de los procedimientos tributarios (particularmente, el procedimiento inspector) que concurran directamente con las actuaciones judiciales en curso.

En esta segunda etapa, pese a la inexistencia de un pronunciamiento legal expreso, existe un cierto consenso acerca de que los órganos administrativos son los competentes para practicar las liquidaciones tributarias de las cuotas defraudadas y proceder a la recaudación del crédito tributario, facultades ambas que se reactivan una vez concluido el proceso penal. En consecuencia, una vez el juez penal se ha pronunciado sobre la existencia o inexistencia del delito contra la Hacienda Pública, se reanudan los procedimientos tributarios que quedaron suspendidos, sin que, en principio, la sentencia penal (condenatoria o absolutoria) afecte a las potestades de la Administración tributaria, más allá de la sujeción a los hechos declarados probados que puedan tener relación con el hecho imponible subyacente (cosa juzgada).

En esta segunda etapa es cuando aparece el fenómeno de la aplicación prejudicial de la norma tributaria en el proceso penal pues, aunque solo sea a los efectos de determinar si se supera o no el límite cuantitativo establecido el en tipo penal para considerar delictiva una determinada defraudación tributaria, el juez penal viene obligado a examinar los elementos fundamentales de la liquidación correspondiente a la obligación tributaria de cuyo inadecuado cumplimiento surge la responsabilidad penal del contribuyente. Sin embargo, por regla general, en este periodo, las resoluciones judiciales de condena no incluyen un pronunciamiento sobre la responsabilidad civil, por entender que la efectiva liquidación de la deuda corresponderá a la Administración tributaria una vez concluido el proceso penal.

3ª ETAPA (1995 – 2012). LA PREFERENCIA PENAL ABSOLUTA

El modelo de preferencia penal relativa, que con la nueva doctrina jurisprudencial tiende a consolidar las potestades del juez penal, se reforzó todavía más con la modificación de la Ley General Tributaria introducida por la Ley 25/1995, en virtud de la cual el legislador parece que se inclina por considerar que en caso de que unos mismos hechos pudieran constituir el fundamento objetivo de una regularización administrativa y de una sentencia condenatoria por delito contra la Hacienda Pública, la mera presentación de la denuncia (o de la querella) impide el desarrollo de cualquier actuación de la Administración tributaria concurrente con la investigación judicial, ya sea en el curso de un procedimiento sancionador tributario, ya sea en cualesquiera otros procedimientos tributarios y particularmente en el procedimiento inspector.

Desde una perspectiva procesal, la etapa de preferencia penal absoluta consolida definitivamente la litispendencia penal como fundamento jurídico del desapoderamiento temporal de las facultades de los órganos de la administración tributaria, al tiempo que introduce plenamente la aplicación prejudicial de la norma tributaria en el proceso penal, habida cuenta que la liquidación de la cuota defraudada pasa a ser competencia del juez penal que, partiendo del informe realizado por la Administración tributaria, debidamente contrastado con la prueba practicada en el juicio, determina definitivamente el importe de la deuda tanto a efectos de valorar si supera o no el límite cuantitativo establecido en el tipo, como a efectos de fijar la responsabilidad civil del autor y el importe de la multa pecuniaria que se le impone.

4ª ETAPA. EL MODELO DE CONCURRENCIA (2015)

Ante los inconvenientes evidenciados por los dos modelos de preferencia absoluta -el primero por diferir la sanción penal, el segundo por diferir el pago de la cuota defraudada-, en ocasión de la reforma del Código Penal iniciada mediante la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, seguida de la Ley Orgánica 7/2012, de 27 de diciembre, el legislador penal español, tratando de incorporar algunas de las soluciones del Derecho comparado, se decanta, no sin ciertas dudas, por implementar un modelo de concurrencia en que los órganos de la Administración tributaria asumirán un mayor protagonismo.

La aprobación de la Ley 34/2015, de 21 de septiembre, supone la recepción en el ámbito tributario de este modelo de concurrencia en el que, si bien se advierten rasgos de la preferencia penal limitada (característica de la segunda etapa), a lo largo del articulado del nuevo Título VI  de la Ley General Tributaria se pone de manifiesto un posicionamiento claramente favorable a la preferencia administrativa que, en buena medida, recuerda el modelo implementado en los años setenta (primera etapa) aunque sin el rigor formal que lo caracterizaba.

El modelo de concurrencia constituye una solución que, desde la perspectiva estrictamente técnica, podríamos considerar de “doble vía” que, aparentemente inspirada en el modelo alemán de paralelismo procedimental, introduce un nuevo esquema de relación entre Administración tributaria y jurisdicción penal en virtud del cual se intenta organizar, no tanto la preferencia como la concurrencia en la actuación de juez penal (indispensable para imponer la sanción penal) y la actuación de los órganos de la Inspección de los Tributos que, como no podría ser de otro modo, recuperan la potestad de liquidar la deuda tributaria presuntamente defraudada, y también, por primera vez, de los órganos de recaudación, que ven considerablemente reforzadas sus potestades para reclamar el pago de la cuota tributaria con independencia de la evolución del proceso penal.

Sin embargo, el legislador tributario no desarrolla por completo el modelo introducido por el legislador penal y, sorprendentemente, en el nuevo Título VI de la Ley General Tributaria, al tiempo que se introduce una auténtica novedad en cuanto al modelo de relación entre el proceso penal y los procedimientos tributarios (artículo 253 LGT), mantiene vigente, aunque limitado para determinadas situaciones, el anterior modelo de preferencia penal absoluta (artículo 251 LGT).

El resultado de todo ello es la coexistencia del “viejo” modelo de preferencia penal absoluta con el “nuevo” modelo de concurrencia, lo cual obliga a distinguir claramente los efectos de la aplicación de uno u otro, pues se trata de dos concepciones completamente divergentes acerca de las consecuencias que, sobre las potestades que la ley atribuye a los órganos de la Administración tributaria, se derivan del inicio de un proceso penal por delito contra la Hacienda Pública.

La pieza clave del nuevo modelo es la denominada “liquidación vinculada a delito” (LVD), que se caracteriza porque produce todos los efectos declarativos y ejecutivos propios de las liquidaciones tributarias, pero sin que contra ella pueda interponerse ningún recurso -ni administrativo ni jurisdiccional- por prohibición expresa del artículo 254 LGT.

Dicha intangibilidad se acentúa todavía más mediante la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa con el propósito de excluir dicha categoría de actos del conocimiento del juez contencioso. Si a ello se añade que la propia ley impide la invocación de los posibles defectos formales de los que dicha liquidación pudiera adolecer, y los efectos de cosa juzgada material que el artículo 257 LGT confiere al pronunciamiento prejudicial contenido en la resolución judicial acerca del importe de la cuota defraudada, nos sitúa en un régimen jurídico manifiestamente contrario al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y, sobre todo, al derecho fundamental al juez natural.

En definitiva, mediante la última reforma, legislador tributario ha tratado de convertir el proceso penal por delito contra la Hacienda Pública en una prolongación de la actividad regularizadora de la Administración tributaria, de modo que se “administrativiza” la función del juez penal y se trata de reducir sus resoluciones a una mera confirmación de la posición sostenida por la Administración denunciante. El resultado de todo ello es que, después de cuarenta años, el delito fiscal y el proceso penal siguen sin encontrar el modelo de relación que, de una parte, permita a cada institución cumplir con la finalidad que le es propia y, de otra, sea respetuoso con los derechos fundamentales del contribuyente.

 

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