06 julio 2010
Crisis económica y normas también en crisis
Crisis económica y normas también en crisis
Las normas jurídicas son las herramientas de trabajo que usamos los abogados. Nos acompañan, nos sirven y nos cuidan. Nuestra misión de asesoramiento y defensa de los clientes se cumple ajustándonos al derecho y tratando de ordenar las situaciones fácticas en relación a las categorías jurídicas.
Del mismo modo en que los médicos necesitan un instrumental fiable o los ingenieros emplean elementos técnicos de apoyo, los abogados necesitamos las normas como nuestro particular referente de solidez sobre el que construimos nuestra tarea cotidiana.
Ya sabíamos que la seguridad jurídica -principio diferenciador del Estado de Derecho (necesariamente con mayúsculas), garantizado por la Constitución en su artículo 9.3- se hallaba seriamente amenazada por la abundancia de normas. Existen más de 25.000 disposiciones legales y reglamentarias en vigor en España las cuales, además de confundir y despistar al más pintado ratón de biblioteca, se empeñan en modificarse, adaptarse, reenviarse y derogarse recíproca y sucesivamente, por lo que ni los más conspicuos positivistas ni las más actualizadas bases de datos on-line alcanzan a manejar con soltura el elenco normativo que la Unión Europea, las Cortes Generales y el Gobierno, 17 Cámaras legislativas y Gobiernos autonómicos y más de 8.800 municipios gustan de producir diariamente.
Pero concurre un nuevo factor de crisis normativa y se refiere a la falta de consistencia, baja calidad y endeble hechura de nuestros más recientes productos normativos.
El "efecto llamada" (que hace que interese más a algunos políticos anunciar lo que dirá una norma que publicarla efectivamente), una auténtica legislación excepcional (aumentando cada vez más las leyes o "normas medida" para casos o problemas concretos), la provisionalidad indefinida (que complica las regulaciones de fondo de las instituciones con "parches" temporales ligados a exigencias coyunturales en el tiempo) o la tendencia a emplear los remedios extraordinarios como cotidianos mecanismos de provisión legislativa son solo algunos ejemplos de las nocivas consecuencias del mal uso de las normas.
Los abogados nos quejábamos mucho de las "leyes de acompañamiento", que tanto contribuyeron a que sacrificáramos nuestro asueto post-navideño buceando con ansia detectivesca sobre docenas de normas parcialmente modificadas. Pero el remedio fue mucho peor para la profesión, pues hemos pasado a la "legislación por sorpresa" donde la más anónima y lejana de las regulaciones (por ejemplo un Real Decreto Ley sobre sequía) puede contener inagotables fuentes de novedades jurídicas (como una relevante modificación de los contratos administrativos) hábilmente camufladas en las siempre peligrosas y nunca desdeñables disposiciones adicionales o finales. Este carácter último de su ubicación aumenta la perturbación producida por el hecho de que, cuando ansiábamos acabar de leer el voluminoso ladrillo, aparecen perlas cultivadas de auténtica singularidad para los asuntos y papeles que surcan nuestros despachos.
Todo lo anterior ha venido a potenciarse con ocasión de la dura realidad macroeconómica, pues en los supuestos problemáticos es donde mejor acomodo encuentra la hiperactividad legal y reglamentaria. Y es que el Estado social y democrático de Derecho confía su desarrollo y salvaguarda a una flotilla normativa de permanente vigilancia cuyo abastecimiento, repostaje y navegación requiere titánicos esfuerzos de seguimiento por parte de los abogados y profesionales del derecho, en permanente estado de zozobra antes los vaivenes de la marea normativa.
Pero, y esto es un caso único, se ha solapado en el tiempo con uno de los mayores desarrollos normativos derivados de la Unión Europea. En el pasado sólo ocurrió con tal virulencia con ocasión del ajuste normativo derivado de la incorporación de España a la Unión Europea y el dictado de la Ley 47/1985, de 27 de diciembre, de Bases de Delegación al Gobierno para la aplicación del Derecho de las Comunidades Europeas, previa a la incorporación de gran parte de las normas europeas de la primera época.
Se trata ahora de la conocida regulación (estatal, autonómica y local) derivada de la publicación de las Leyes 17/2009, de 23 de noviembre, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio y Ley 25/2009, de 22 de diciembre, de modificación de diversas Leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio.
La balumba normativa resultante no ha pasado inadvertida a la propia Unión Europea, quien trata desde hace unos años de poner en práctica un programa que tiene el descriptivo título de "Legislar mejor". ¡Cuánto coincidimos los abogados con esta síntesis denominativa como necesidad de futuro!.
Pretenden los sabios de Bruselas (quien -dicho sea de paso- sigue siendo la primera máquina de producción normativa responsable del desorden) implantar una serie de pautas lógicas para contener la debacle legislativa. Por lo que a nuestra profesión respecta, interesan destacar los esfuerzos por la simplificación (son necesarias muchas menos normas), la codificación y la agrupación ordenada de los grupos normativos.
No parece que nada de lo anterior constituya una innovación especial. Nos llama la atención una reciente práctica normativa nociva que destaca la Unión como poco recomendable: el exceso en la regulación interna respecto a la ordenación comunitaria (práctica denominada "gold-plating"): en definitiva, los estados son más papistas que el papa y van más allá de lo que sería estrictamente necesario. Como muestra un botón: la Ley 26/2007, de 23 de octubre, de Responsabilidad Medioambiental, desborda y supera con mucho las exigencias de regulación interna que podían derivarse de su teórico límite: la Directiva 2004/35/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de abril de 2004, sobre responsabilidad medioambiental.
Contemplamos, pues, como el desmedido regusto de todos los poderes