30 septiembre 2014

En memoria de Antonio Jiménez Blanco, un abogado liberal

Por Joaquín García-Romanillos, abogado, ex secretario general del Consejo General de la Abogacía Española 

Acaba de celebrarse el funeral de despedida de un excelente abogado, político y, sobre todo, amigo. Prefería al candidato Antonio Jiménez Blanco, cuando de hacer campaña electoral se trataba, para viajar y compartirla con él. Como en esa época afortunadamente no existían los teléfonos móviles, año 1979 y siguientes, aquellos tiempos de la UCD, disfrutaba en los largos viajes de entonces, sobre todo al norte de la provincia de Granada, de su compañía tan divertida como provechosa.. Precisamente, en un mitin que tuvimos en un pueblo de aquella zona compartimos la siguiente anécdota. El lugar no era precisamente muy de UCD, por lo que no esperábamos mucho éxito de público; estaba convocado en un cine propiedad de un cliente de Antonio, quien nos advirtió de alguna posible incidencia durante el acto. En efecto, a los diez minutos de empezar, se fue la luz y Antonio dirigiéndose a la escasa concurrencia dijo que no había que preocuparse, que para algo estaban las velas, y así terminamos el acto una vez que las trajeron.

Mi anterior referencia a los móviles obedece a dos motivos. El primero, que a Antonio le encantaba hablar por teléfono, con independencia de la hora, y cuando se le ocurría algo, te llamaba; y también a que si hubieran existido, nuestros largos viajes de campaña electoral los hubiera pasado hablando con sus clientes, por lo que no habría disfrutado de su conversación.

Cuando conocí a Antonio era un abogado bien consagrado en Granada. Hábil negociador en el tráfico mercantil y orador ingenioso cuando se trataba de informar en Tribunales. Incluso la política que también ocupó parte de su vida, la veía en clave de abogacía. Recuerdo que algunas veces me decía: “Joaquín, vaya cliente que nos hemos buscado con la UCD”, añadiendo que para los abogados no es bueno tener uno solo y que para nosotros el partido debía serlo, aunque no pagara.

Antonio tenía, entre otras, una buena calidad, un gran talante liberal, que se traducía en un punto de escepticismo o lo que es lo mismo, nadie está en posesión de toda la verdad, y que derivaba a un fino sentido del humor, crítico con lo propio, que le permitía cierta mordacidad con lo ajeno.

Cuando se produjo el intento de golpe de estado del 23F, a los que estábamos dentro del Congreso de los Diputados no nos dejaron salir, pero a Antonio sí le dejaron entrar. En importante rasgo de valentía y compañerismo se coló en el hemiciclo, siendo, que yo sepa, la única persona no implicada en el golpe que lo hizo. Todavía lo veo allí sentado, mirándonos con estupor.

Los lazos entre la abogacía y la política son fuertes y frecuentes. La abogacía ha aportado brillantes políticos a nuestra reciente historia y es que también eran brillantes abogados. Antonio es una prueba más de ello. Y no en vano fue presidente del Consejo de Estado entre 1980 y 1982.

No estaría completo este recuerdo si no me refiriera a su familia. Lo que era Antonio lo demuestra el éxito de sus hijos, aunque para ser justos ese mérito tiene que compartirlo con su mujer, Lola. Últimamente bromeaba con él aumentando el protagonismo de ésta, diciéndole que su éxito y el de su familia se debía a ella, que valía más que él.

En la última etapa de su vida se permitió el lujo de dedicarse exclusivamente a su entorno familiar, siguiendo las vicisitudes de sus nietos, lo mismo que hizo con sus hijos. Y por ser un buen liberal, profesionalmente fue un gran abogado, políticamente siempre construyó y familiarmente gozó y transmitió felicidad.

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