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Manuel de la Peña Garrido 

Soy el único abogado de una dinastía circense, aunque no me siento oveja negra. Tampoco tiro la toalla ante desgracias o fracasos judiciales: creo que el espectáculo debe continuar. Defender ciertas pretensiones mediante incidentes o recursos supone hacer más piruetas que papá, trapecista. Enfrentarme a fieras con puñetas impide que me llegue la camisa a la nuez. No voy a la zaga de primo Leónidas: cada función enjaulado con llave, solo ante seis tigres, seis. Imitando a mamá, mentalista, memorizo innumerables datos contenidos en carpetas de autos y sumarios. Despierto a jurados sesteantes siendo más ocurrente que abuelo Augusto, celebérrimo payaso. Pero en sala, como en la pista, siempre hay sorpresas. «Si desapareciera esta pretendida prueba de cargo, mi patrocinado debería ser absuelto», estaba alegando cuando, ta-ta-chán, el arma homicida se convirtió en un inofensivo conejo blanco. Había confundido mi toga con la capa de tío Paulino, el mago.

 

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