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FIRMAS CON DERECHO MANEL LOUREIRO Abogado y escritor Un debut accidentado El recuerdo de mi primer contacto con el Derecho, así, en mayúsculas, se 38 _ Abogacía Española _ Septiembre 2018 remonta a cuando yo tenía siete u ocho años. Había acompañado a mi abuelo a charlar con un viejo amigo abogado al que tenía algo que consultar. Ya saben, ese clásico y pequeño atraco profesional del “ya que estoy aquí…” que casi todos hemos sufrido y que normalmente aceptamos con benevolencia. El caso es que allí estábamos, sentados en su despacho, mis piernas colgando de la silla de cuero repujado en la que me ha- bían aparcado. Mi abuelo y su amigo abogado enseguida se enzarzaron en una intensa conversación en la que aparecían un montón de palabras que a los ocho años yo no era capaz de entender, pero que sin duda eran apasionantes. Yo no les prestaba la menor atención. Mi mirada se paseaba por la librería que forraba una pared, cubierta por un ejército de volúmenes de cuero marrón con la palabra “Jurisprudencia” pintada en oro y debajo de cada uno de ellos un año, años que en aquel momento me parecían remo- tísimos. Claro que no hay que olvidar que era un crío y todo lo que estuviese a más de tres años ya me sonaba de otro siglo. El recuerdo más vívido de aquel momento, sin embargo, es la sensación de solvencia que transmitía aquel hombre, la seguridad que destilaba cada una de sus palabras, el aplomo que parecía poseer en todas y cada una de sus apreciaciones. En aquel mismo instante supe, sin ninguna duda, que yo quería poseer el mismo fuego, ser capaz de “crear relato” de la misma manera. Acababa de nacer en mí la vocación del ejercicio de la abogacía y eso que apenas intuía lo que realmente suponía ser abogado. No tardaría en descubrirlo. En cuanto llegué a la Facultad de Derecho de Santiago de Compostela me vi sumergido de pleno en los ritos fundamentales de esta profesión. Pronto me paseaba por los pasillos de la Facultad, con la cabeza henchida de proyectos profesionales, a cada cual más abracadabrante y cada día con una vocación distinta. Una semana estaba convencido de que mi futuro pasaba por vestir la toga de juez, a la siguiente soñaba con la Fiscalía y de repente nada me parecía bueno a no ser que me llevase al servicio jurídico del cuerpo diplomático. Sin embargo, la imagen recurrente de aquel viejo amigo de mi abuelo volvía una y otra vez a mi cabeza y algo me decía que la batalla de los juzgados era el terreno en el que me desenvolvería mejor. Ya lleva- ba en las tripas el virus incontrolable de contar historias y no se me ocurría mejor sitio para construir un relato de los hechos que la sala de un tribunal. En aquel momento, la idea de dedicarme a escribir- aunque ya era un lector compulsivo- ni siquiera se me pasaba por la cabeza. Los años pasaron con rapidez y de repente, un día estaba licenciado, colegiado y sentado en una mesa no muy distinta a la de aquel viejo abogado de décadas atrás. Y mi debut no pudo ser más chusco. Sólo llevaba un mes en el despacho cuando mi mentor decidió que ya estaba prepa- rado para mi primera vista en sala por mi cuenta. No recuerdo exactamente de qué iba el asunto -tampoco es que sea importante- pero si recuerdo perfectamente el nudo de nervios enraizado en el fondo de mi estómago ante la expectativa de defender la ha- cienda y futuro de un cliente del bufete ante un juez, por mi cuenta y riesgo. La semana anterior fue un suplicio infinito, con noches en vela, incesantes consultas a los manua- les y un bombardeo permanente de preguntas a compañeros veteranos, para preparar un asunto que años después no me llevaría más que una tarde de trabajo, como mucho. Y por fin, llegó el día de la vista. Allí estaba yo, camino del juzgado, con la corbata estrangulando mi respiración y un maletín en la mano que parecía pesar una tonelada. Crucé la puerta tratando de aparentar un aplomo del que carecía por completo y fui hasta las dependencias del Colegio de Abogados para recoger una toga. Me la enrollé en el brazo y con el empaque de un torero haciendo su paseíllo de alternativa me fui hasta la sala asignada. Allí charlé un rato con mi cliente hasta que por fin, llegó el mo-