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Guillermo Sancho Hernández 

Nada más conocerle pensó que aquel graciosillo merecía el premio al más tonto del colegio de abogados. Él pensó que aquella letrada era una mujer interesante, pero algo engreída.
Ella representaba al marido infiel, adicto al engaño, que nada podía declarar a su favor.
Él a la esposa despechada, que como casi siempre había sido la última en enterarse.
El proceso prometía ser una auténtica tortura.
Entonces llegó la primera cita para tratar de lograr una solución pactada.
Él resultó ser un abogado profesional, simpático, y bastante guapo.
Ella una abogada inteligente, humilde, y bellísima.
Cuando terminó la reunión, llovía. Tras despedirse de sus clientes, compartieron el único taxi que parecía quedar libre en toda la ciudad.
Cruzaron por un segundo sus miradas: se parecían como dos gotas de agua.
Luego ella le dio un beso tan inolvidable como aquella noche; y al amanecer volvieron a sus respectivas trincheras.

 

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