Imagen de perfilNadie me toca

Carolina Navarro Diestre 

Una noche la bibliotecaria se despertó, levantó la cortina y escuchó un sollozo. Era de madrugada y la pieza de la biblioteca que le servía de dormitorio estaba sombría. Venciendo el miedo, echose encima un gabán y, armada con una vela, salió en busca del sollozante. Los estantes a esa hora asemejaban balaustradas terribles, los carteles estrechos pasadizos. Al fin lo encontró en la sección jurídica: ¡quien gimoteaba era un libro! Concretamente un llamativo ejemplar de Derecho Mercantil del siglo XIX.
—Nadie me lee nunca —repetía—. Estoy muy solo.
—¿Cómo puedes decretar eso—inquirió la bibliotecaria— si precisamente los libros salváis de la soledad?
—Nadie me toca —se lamentó.
Y la bibliotecaria sintió un escalofrío al rememorar sus años encerrada entre polvo y papel, la última vez que alguien la tocó, aquel amor antiguo y la vida posterior olvidada del tacto, páginas sin rescate.
Llorando, se comenzaron a leer.

 

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