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Guillermo Portillo Guzmán 

Aquella mañana el viento de levante soplaba con tal fuerza, que la camisa del detenido flameaba como la llama de una vela justo antes de apagarse.
El paseíllo desde el coche policial hasta las puertas del edificio de los juzgados fue, lento, pesaroso y vergonzante, pues muchos viandantes le arreciaron con insultos, trompicones y hasta inmundos escupitajos, que la policía no consiguió evitar.
Yo, su abogado defensor, le esperaba en el seguro interior de hall del palacio de justicia, sin poder hacer nada por eludir aquel depravado comportamiento de la comunidad. No me atreví a salir a intentar conciliar aquel contubernio vituperable, previo al juicio, pues la turba, ya incontrolada, campaba a sus anchas.
Minutos después el juez sentenció, dando por archivado el pleito. Y aquel infortunado entrenador del equipo de fútbol local, que perdió aquel partido que propició el descenso de categoría, fue sentenciado al destierro de por vida.

 

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