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Mª Montserrat Arellano Martínez 

Pasos precipitados retumban en la soledad cavernosa del templo, alejándose furtivamente. Inmóvil ante el confesonario, una gelidez paralizante traspasa el blanco lino de mi túnica y al hombre de su interior. La custodia resulta fría y pesada entre mis manos doloridas, cuando la devuelvo al retablo. Levanto una mirada rabiosa y triste. Deposito la estola en la sacristía y salgo al jardín desierto. Retazos de nieve sucia se acumulan bajo los zarzales. El mal tiempo conseguirá ahogar los brotes este año. Fatigado, me dejo caer sobre una de las piedras del muro centenario. Antiguo letrado, ahora solo soy un modesto vicario ante mis parroquianos. Su abogado ante Dios. Maniatado por un doble deber, no puedo medir con otro baremo. Alzo la vista. Un columpio martirizado se mece al ritmo de la desapacible brisa, chirriando lastimosamente. Aprieto mis nudillos lacerados en un puño, y me alegro del dolor.

 

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