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Amparo Martínez Alonso 

Cuando Elsa me abandonó, el ritmo de mi vida adquirió una cadencia monótona, pendular, como ese columpio oxidado que nadie quiere empujar… Además, ¡extrañaba tanto a nuestra pequeña Lola! Por eso decidí reclamar la custodia compartida.

Elsa se presentó con su abogado de siempre: su padre, mi mentor (un señor obeso, vestido de luto, con pinta de vicario de la Edad Media o la posguerra española; uno de esos abogados que, profesionalmente, en un baremo del cero al diez, conseguirían un doce), a quien nuestro divorcio le resultó pan comido, y quien, tras el mismo, me invitó a abandonar el puesto de trabajo que ocupaba en su bufete.

Pero, hoy, la Ley se inclinará a mi favor: Lola no es una de las muchas pertenencias de la familia de Elsa… Y, sobre todo, el cariño de un perro (perrita en nuestro caso) no entiende de méritos legales ni posición social.

 

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