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Irene Berrocal 

Recuerdo el día que me llamaron a testificar, me sudaban las manos, me temblaban las piernas. Me levanté del pupitre y me puse delante de toda la clase. Recuerdo que me falló la voz, pero no las ganas de dejar rodar las lágrimas que no me permití derramar en público. Recuerdo que mis sentidos se amplificaron ante la impotencia, juro que mis oídos podían escuchar el ultrasonido procedente de la última fila. Mis labios empezaron a susurrar todos los sucesos de la pela, cada detalle contenido dentro de una caja con las pruebas que me incriminan en la contienda. Ya he sido escuchado y por las miradas, he sido juzgado. Puedo predecir que el fallo será culpable, no les importa, si me enfangué o me revelé contra los abusones que querían robarme el dinero del almuerzo, no obtendrán la inadmisión de mi delito.

 

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