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María Sergia Martín González- towanda 

Un vehículo para en la plaza. Una mujer desciende. Mira alrededor mientras paga la tarifa al taxista. Ha transcurrido mucho tiempo. El pueblo es otro. No hay niños y el aire es denso. Encuentra casas tapiadas y demasiadas antenas. La tienda de especias despacha ahora material electrónico. Algunos paisanos cuchichean en corros. Unos, que es la bióloga que viene a tomar muestras del río y otros, que es de la factoría, para certificar si aún queda alguno vivo. Un muchacho corre empujando veloz la silla de una anciana. Tose. Sonríe. Solo él parece reconocer a su hermana.
—Aquí tiene a Julia, madre, nuestra abogada.
—Madre, se lo prometí. La justicia nos avala: traigo la orden de clausura de la planta, indemnizaciones…
La anciana se retira una mascarilla y, sin poder contener la emoción, besa las manos de ambos.
— Tarde para mí, pero quizá aún a tiempo para tu hermano.

 

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