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Ernesto Ortega garrido 

Aquel verano hacía calor y tenía mucho trabajo. Mi mujer se había ido de vacaciones con los niños. Como en casa no funcionaba el aire acondicionado, cogí un neceser y una muda, y me instalé en el bufete. Por las mañanas me afeitaba en el servicio, por si algún encausado nos visitaba. Siempre hay que estar impecable. Empezó como algo temporal, pero desde entonces no he vuelto por casa. Ahora vivo en Hierro y asociados. Algunas noches, paso a pedirle sal a Marta, la de penal, que se ha instalado dos despachos a mi izquierda. Charlamos de sus cosas y mis casos y, de vez en cuando, nos acostamos. Aquí soy feliz, aunque algún día me quedo mirando la foto del escritorio y me pregunto qué habrá sido de ellos. ¿Me echarán de menos? ¿Habrán hecho ya la comunión? Luego, bajo la cabeza y sigo concentrado en el sumario.

 

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