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Alfredo Sepúlveda Sánchez · Madrid 

Había perdido el juicio. Estaba convencido. Me había encerrado en mi habitación haciendo de ella un bastión que imaginaba inexpugnable. Me intenté levantar de la cama despacio y lloroso. Llevaba la toga puesta y al encausado conmigo con una cadena. Era mi condena que esperaba fuese temporal, pero era un sobreesfuerzo ímprobo, más parecido al halar de un remolque amarrado a mis tobillos. Hacía calor y no había querido probar bocado. Mi estómago estaba sellado por el dolor y la angustia. Todo me parecía borroso y confuso; me sentía azul, como el periodo triste de Picasso. Respiré hondo en repetidas ocasiones y me introduje en la ducha. Me acerqué el neceser antes de abrir el agua que se agarraba a mi carne como si no existiese gravedad. La sentía como pinchazos de agujas de hierro de un tatuaje imborrable. ¡Otra vez el maldito sueño!

 

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