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Nacho Alcalá 

Con permiso del tribunal, acostumbraba a quedarse en sala acabados los juicios. Entonces volvía a sentarse unos minutos, la mirada perdida, ausente, con sus dedos deformados por la artrosis tamborileando sobre los estrados. Yo esperaba en la puerta, paciente, sin importunarlo, sin acuciarlo, más por aquella atracción inexplicable que sentía hacia él que por su fama de abogado duro, radical, impenetrable. Lo imaginaba repasando su actuación, escrutando los detalles más nimios. ¿Disfrutaría de su sonoro alegato, que acababa en ocasiones con la expulsión de alguien entre el público?; ¿reconsideraría tal vez la defensa del abogado contrario, al que con frecuencia dejaba sin fundamentos para apelar? Un día le pregunté: «Recojo las esquirlas», dijo. La perplejidad en mi rostro suplicaba una explicación: «Y con ellas, joven, a lo largo de mi carrera profesional me he ido forjando una coraza, aunque todavía hay resquicios por donde se cuela la pena».

 

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