Imagen de perfilEL EPITAFIO

Manuela Fernández Manzano 

Cuentan que Bartolomé Ardid, jurista del siglo XVII, debía sentenciar la propiedad del epitafio:

“A la vida quité la capa fútil,
me relamí con la crema y el guirlache
y aunque resbalé en este infausto bache,
la queja de la muerte será inútil…”

El pobre hombre quedó sumido en una infinita zozobra. Las dos partes de la disputa eran maestros del verso y de la rima. Les había manifestado a ambos su efusivo respeto, pero fracasó como heraldo de la paz entre ellos. Acordó resolver el pleito en una taberna de un arrabal madrileño. Dicen que tres caballeros de indudable prestancia, uno de ellos con jubón y calzas a la francesa, abandonaron la tasca a una hora oscura.

Aquellos versos se olvidaron. Pero años más tarde, sin haber tolerado renovación ni extravío, aparecieron impresos en una tumba. Además, podía leerse:

“… Orgulloso, colmado y complacido,
Bartolomé Ardid firmó el despido.”

 

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