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Belén Basarán Conde 

Lo descubrieron por la mañana, al magro resguardo de un portal, cuando aún no había levantado la niebla y las temperaturas eran tan negativas como su patrimonio. Las caras sonrientes impresas en los cartones de las cajas de aperitivos y piruletas que constituían su manta añadían mayor horror a la escena.

La concurrencia –en su mayoría desahuciados que poblaban la zona– se mantuvo en respetuoso silencio mientras el forense comprobaba la falta de transparencia de sus ojos y certificaba la muerte.

—Me suena su cara —señaló la juez que acudió a levantar el cadáver.

—¡Por Dios! Es…

—Javier, nuestro abogado. —Acabó la frase uno de los presentes—. Lo vendió todo para ayudarnos y terminó aquí, con nosotros.

No pasó de un breve titular en la prensa local, pero cada día decenas de personas se acuerdan de actualizar las incontables flores sobre su tumba. Son silvestres, porque no pueden comprarlas.

 

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