09 marzo 2017

La sentencia Falciani y la caja de Pandora

Por Leopoldo Gandarias Cebrián, abogado, of Counsel de Alliantia y profesor de Derecho financiero de la Universidad Complutense de Madrid

Ancient wooden treasure chest with the strong glow from inside.
PANDORA: Ya se sabe que era una tinaja que, por mor de la curiosidad, al abrirla dejó escapar todos los males, salvo la esperanza, que es lo último que se pierde.

Llevo un tiempo dándole vueltas al conocido fragmento de la obra “Del asesinato considerado como una de las bellas artes”, de Thomas de Quincey: “Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”.  Trataré de explicar por qué.

Como todo el mundo sabe, el Tribunal Supremo (TS), en sentencia de 23 de febrero del año corriente (núm. 116/2017, dictada en el recurso de casación núm. 1281/2016), ha dado por buena la prueba consistente en la utilización de los datos recopilados y difundidos por el señor Falciani para confirmar una condena por delito fiscal, existiendo constancia de que fueron sustraídos de forma ilegítima por el mencionado ciudadano. La  sentencia del TS (STS) completa puede leerse aquí.

En apretada síntesis, lo que viene a decir es que la doctrina que tiene su enunciado normativo en el artículo 11.1 de la LOPJ (“…no surtirán efectos las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”) aconseja huir de interpretaciones rígidas, sujetas a reglas estereotipadas que impidan la indispensable adaptación al caso concreto. Y esa rigidez despliega similar efecto pernicioso, tanto cuando se erige en injustificada regla de exclusión, como cuando se convierte en una tolerante fórmula para incorporar al arsenal probatorio lo que debió haber sido excluido” (FJ4).

Más adelante, en el FJ6 argumenta que cuando un particular (como el señor Falciani) por propia iniciativa desborda el marco jurídico que define la legitimidad del acceso a datos bancarios, ya actúe con el propósito de lograr un provecho económico, ya con el de fomentar el debate sobre los límites del secreto bancario, no lo hace en nombre del Estado, lo que conduce a afirmar que el cuadro de garantías se circunscribe al acopio estatal de fuentes de pruebas incriminatorias. Nada tiene que ver esa actuación con la de un agente al servicio del Estado. Lo que proscribe el art. 11 de la LOPJ no es otra cosa que la obtención de pruebas (“no surtirán efecto las pruebas obtenidas…”). Es el desarrollo de la actividad probatoria en el marco de un proceso penal –entendido éste en su acepción más flexible- lo que queda afectado por la regla de exclusión cuando se erosiona el contenido material de derechos o libertades fundamentales.

Para el TS lo relevante para admitir la valoración de una fuente de prueba obtenida por un particular radica en su absoluta desconexión de toda actividad estatal y entiende que su valoración es perfectamente posible a la vista de la propia literalidad del vigente enunciado del art. 11 de la LOPJ y, sobre todo, en atención a la idea de que, en su origen histórico y en su sistematización jurisprudencial, la regla de exclusión sólo adquiere sentido como elemento de prevención frente a los excesos del Estado en la investigación del delito. Esta idea late en cuantas doctrinas han sido formuladas en las últimas décadas con el fin de restringir el automatismo de la regla de exclusión. Subrayo el “sobre todo” porque creo que entra en contradicción con la advertencia que posteriormente pone de relieve la propia sentencia.

EXCESOS POLICIALES Y DE PARTICULARES

En suma, a juicio del TS (con expresión extensa de argumentos patrios y comparados), “La prohibición de valorar pruebas obtenidas con vulneración de derechos fundamentales cobra su genuino sentido como mecanismo de contención de los excesos policiales en la búsqueda de la verdad oculta en la comisión de cualquier delito. No persigue sobreproteger al delincuente que se ve encausado con el respaldo de pruebas que le han sido arrebatadas por un particular que cuando actuaba no pensaba directamente en prefabricar elementos de cargo utilizables en un proceso penal ulterior”. Algo que se predica de quien pretendía simplemente obtener un rédito económico o denunciar la injusticia del sistema financiero (según reza el FJ7).

No obstante, ante la que se nos puede venir encima con semejantes consideraciones, el TS se cuida de colocar una suerte de barrera de seguridad (¿excusatio non petita…?) advirtiendo que su razonamiento no busca formular una regla con pretensión de validez general. Tampoco aspira a proclamar un principio dirigido a la incondicional aceptación de las fuentes de prueba ofrecidas por un particular y que luego son utilizadas en un proceso penal. La regla prohibitiva no excluye entre sus destinatarios, siempre y en todo caso, al particular que despliega una actividad recopiladora de fuentes de prueba que van a ser utilizadas con posterioridad en un proceso penal. También el ciudadano que busca acopiar datos probatorios para su incorporación a una causa penal tiene que percibir el mensaje de que no podrá valerse de aquello que ha obtenido mediante la consciente y deliberada infracción de derechos fundamentales de un tercero. Singular aviso, éste último, que parece debilitar algunos de los argumentos que despliega la propia sentencia, como he señalado antes, al referirse al sentido que adquiere la regla de exclusión como instrumento de prevención frente a eventuales excesos del Estado.

El caso es que para el TS la proscripción de la prueba ilícita se explica por el efecto disuasorio que para el aparato oficial del Estado representa tener plena conciencia de que nunca podrá valerse de pruebas obtenidas con vulneración de las reglas constitucionales en juego. Y, por tanto, la decisión sobre la exclusión probatoria adquiere una dimensión especial si quien ha hecho posible que las pruebas controvertidas afloren, nunca actuó en el marco de una actividad de respaldo a los órganos del Estado llamados a la persecución del delito. Este dato resulta decisivo.

La verdad es que a uno se le mezclan ideas y sentimientos que se deslizan entre el surrealismo y una honda preocupación.

Veamos. Se le atribuye valor probatorio decisivo para fundamentar una condena por un delito fiscal a un hecho delictivo que lesiona el derecho fundamental a la intimidad. Semejante interpretación, de no corregirse, podría propiciar una suerte de proliferación de personajes que, actuando a lo Colombo unos y lo Mortadelo otros, se dediquen al innoble empeño de recabar pruebas de forma ilícita para ponerlas subrepticiamente a disposición de quién pueda perjudicar a sus enemigos o adversarios, según los casos (¿como podría ocurrir haciéndosela llegar informalmente y por conductos indirectos a un órgano del Estado, por ejemplo?). Solo esta hipótesis ya resulta inquietante.

CRITERIO DISTINTO

Por este y otros muchos motivos mantengo un criterio distinto al de la STS en sus apreciaciones sobre la autoría y conexión entre la validez de las pruebas y el sacrificio de cualquier derecho fundamental (rogando indulgencia por el atrevimiento).

Creo sinceramente que si hay que evitar que el denominado “aparato oficial del Estado” se aproveche de eventuales desmanes para hacer acopio de pruebas incriminatorias (no entro en la distinción entre éstas y medios de prueba que para eso lo mejor es acudir al maestro Carnelutti), tanto más procede tal proscripción cuando de un particular se trata, realizando una intromisión delictiva en la intimidad, llevada a cabo, además, para cometer otras tropelías.

Tengo la impresión de que al artículo 11.1 LOPJ no se le está queriendo bien, a pesar de su inmenso valor. Su origen, como es de sobra conocido, está entre las disquisiciones de Beling sobre “las prohibiciones de prueba como límite a la averiguación de la verdad en el proceso penal” (1903) y el caso  Weeks v. United States (1914). Ya se sabe que la Corte Suprema de los EEUU en aquella decisión determinó la inadmisibilidad de pruebas incriminatorias incautadas en una entrada y registro domiciliario practicado por agentes policiales sin autorización judicial, por vulnerar la Cuarta Enmienda (que establece que será inviolable el “derecho de los habitantes de que sus personas, domicilios, papeles y efectos se hallen a salvo de pesquisas y aprehensiones arbitrarias…”). Aunque, como trajo a colación un diletante de las ciencias sociales, el origen de la doctrina de los frutos del árbol envenenado también puede remontarse al Evangelio según San Mateo, Capítulo 12:33: “Si el árbol es bueno, su fruto es bueno; si el árbol es malo, su fruto es malo, porque por el fruto se conoce al árbol”.

El artículo 11.1 de la LOPJ (descendiente por afinidad de la doctrina establecida en la STC 114/84) proscribe alcanzar la verdad material vulnerando derechos y libertades fundamentales. Dicho de otra forma, consagra una regla taxativa de exclusión que impide al juzgador tomar en consideración cualquier elemento obtenido, directa o indirectamente, quebrando un derecho fundamental (los frutos del árbol envenenado están jurídicamente contaminados). El aludido precepto es de una claridad incuestionable (in claris non fit interpretatio), por lo que resulta forzada cualquier exégesis que extienda su tenor literal (artículo 3.1 del Código Civil).  Y no parece aceptable acudir a teorías o juicios de desconexión de pruebas más o menos artificiales (en este sentido se advierte en la doctrina del TC cierto balanceo), pues la regla de la exclusión abarca a todas las pruebas que deriven o tengan su origen en aquellas que hayan sido ilícitamente obtenidas. Tampoco la apelación a criterios de proporcionalidad son convincentes en un terreno tan comprometido (como decía Enterría, se trata de uno de esos temas que estremecen el corazón de los hombres), en la medida en que suponen una forma de desatender la nitidez que caracteriza al artículo 11.1 LOPJ. Puestos a modular o, en palabras del TS, a “huir de interpretaciones rígidas, sujetas a reglas estereotipadas que impidan la indispensable adaptación al caso concreto”, parece que lo razonable sería hacerlo solo en los casos en los que el juego de la desconexión y el criterio de la proporcionalidad favorezcan la protección de otros bienes jurídicos conectados con derechos fundamentales, lo que desde luego no alcanza al deber de contribuir al sostenimiento del gasto público. En este magnífico post de Miguel Pasquau se pone algún ejemplo sugerente.

En mi humilde opinión, que no es más que una forma de poner el grito en el cielo manteniendo los pies en el suelo, esta regla de exclusión es esencial y de carácter absoluto, en el sentido de que no admite modulaciones que afecten o se refieran a delitos cuyo bien jurídico protegido no tenga un “rango”, por así decir, equivalente al que constituye su objeto (artículo 24.2 CE, eludiendo a propósito el debate de si se circunscribe al derecho al proceso con todas las garantías o se extiende también a la presunción de inocencia). No creo que, fuera del marco aludido, la exclusión pueda soslayarse con construcciones jurisprudenciales que, como diría Calamandrei, por tratarse de creaciones jurídicas corresponden al ámbito de la política. Ciertamente, el precepto no distingue entre las fuentes de prueba, de tal suerte que los esfuerzos realizados para tratar de reconducir su aplicación al “aparato oficial del Estado” carecen de la suficiente robustez (ubi lex non distinguit, nec nos distinguere debemus), considerando su incidencia en el ámbito de los derechos fundamentales (no es necesario traer a colación el 9.1 CE, pero nunca sobra).

Sabemos que la colisión entre el derecho fundamental a la intimidad personal y familiar (artículo 18.1 CE) y el deber constitucional de contribuir a los gastos públicos (artículo 31.1 CE) no implica la existencia, frente a la Administración tributaria, de un derecho absoluto e incondicionado a la reserva de los datos económicos del contribuyente con trascendencia tributaria que haga inoperante el deber tributario que el artículo 31.1 de la Constitución consagra, pues ello impediría una distribución equitativa del sostenimiento de los gastos públicos en cuanto bien constitucionalmente protegido (SSTC 110/1984, 76/1990, 57/1994) que es un objetivo claramente legítimo desde la perspectiva constitucional (SSTC 143/1994, 292/2000). Pero una cosa es que ese eventual conflicto se resuelva por medio de un juicio de proporcionalidad (idoneidad, necesidad y ponderación de beneficios o ventajas para interés general en relación con los perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto; juicio de proporcionalidad en sentido estricto), y otra muy distinta es que la colisión tenga su origen en pruebas ilícitamente obtenidas. Circunstancia que, ni puede pasar inadvertida, ni tampoco ventilarse a favor del bien protegido que menos peso tiene, por utilizar los términos de Alexy (en su teoría de los Derechos fundamentales), si bien es cierto que en relación con la ponderación de intereses que, en abstracto, tuvieran un mismo rango, algo que, como es obvio, aquí no sucede. Y una eventual tentación a incurrir en un juicio de proporcionalidad en estos casos, a mi juicio, debería fracasar destemplada y estrepitosamente, por el pecado original del que traen causa las revelaciones que conducen a una condena.

En este sentido, no está de más recordar que cuando un derecho fundamental entra en conflicto con otros intereses de significativa importancia social y política respaldados, como ocurre en el presente caso, por la legislación penal, las restricciones que de dicho conflicto puedan derivarse deben ser interpretadas de tal modo que el contenido fundamental del derecho en cuestión no resulte, dada su jerarquía institucional, desnaturalizado ni incorrectamente relativizado (STC 159/1986).

En definitiva, el artículo 11.1 LOPJ es taxativo. No admite excepciones, ni contorneos, lo que pasa por interpretaciones muy estrictas que no crucen la línea de la prudencia y el buen sentido. Todos estamos a favor de vencer al crimen, cualquiera que sea su manifestación, incluida, naturalmente, la defraudación tributaria, que tanto daño hace (particularmente a quienes tienen a bien cumplir cabalmente con sus obligaciones). Pero no a cualquier precio. No olvidemos que la garantía de los derechos fundamentales constituye la esencia del Estado de Derecho.

Para explicar las razones de la posición que intento sostener, sin abismarme en mayores profundidades, permítanme acudir a Martin Niemöller: “Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista. Después vinieron por los socialistas y los sindicalistas, y yo no hablé porque no era lo uno ni lo otro. Después vinieron por los judíos, y yo no hablé porque no era judío. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí”.

 

* PANDORA: Ya se sabe que era una tinaja que, por mor de la curiosidad, al abrirla dejó escapar todos los males, salvo la esperanza, que es lo último que se pierde.

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