13 octubre 2016

La paradoja de la libertad vigilada

El terrorismo y los delitos sexuales, considerados como supuestos de especial gravedad, eran los únicos que se incluían en el ámbito de aplicación de la libertad vigilada según la anterior redacción del Código Penal (Ley orgánica 5/2010, de 22 de junio, por la que se modifica la Ley orgánica 10/1995, de 23 de noviembre). Se entendía que, agotada la dimensión retributiva de la pena, la adopción de medidas de seguridad era la respuesta a la peligrosidad subsistente del sujeto implicado en este tipo de delitos.

Ha sido una medida de seguridad no exenta de problemas de aplicación práctica, dada la concurrencia en el sistema penal español con medidas cautelares y con penas de contenido coincidente, al menos parcialmente.

En el 2015, el legislador, lejos de aprovechar la reforma para hacer una regulación aclaradora, ha planteado más dudas, si cabe, respecto la figura de la libertad vigilada de imputables. La nueva LO 1/2015 no aporta luz a los numerosos debates y críticas que se han generado al respecto, y se limita, única e incomprensiblemente, a extender el alcance de la libertad vigilada a los delitos contra la vida, los malos tratos domésticos y las lesiones, aunque solo es de aplicación en estos dos últimos cuando la víctima tenga las características descritas en el apartado 2 del artículo 173.

OTROS SUPUESTOS

La gran duda que nos asalta en esta situación es la fundamentación posible que haya esgrimido el legislador para ampliar la libertad vigilada a estos otros supuestos. La esperanza que se albergaba cuando se conoció que se llevarían a cabo cambios se vio truncada en el momento que se descartaron todos ellos y se optó por, tan solo, ampliar el catálogo de delitos en que se podrá aplicar, sin la inclusión de explicaciones o argumentos justificativos de dicha acción. Este extremo resulta, a mi modesto entender, verdaderamente preocupante, puesto que la libertad vigilada es una medida de seguridad nada leve, pues implica una serie de condiciones y restricciones en algunos casos bastante severas, y cuya duración puede alcanzar los 10 años en el peor de los supuestos. Llegados a este punto, nos preguntamos: ¿dónde están los principios de legalidad y proporcionalidad?

Del mismo modo que cuando la libertad vigilada se aplicaba a delitos sexuales y a delitos de terrorismo, no se hace ninguna distinción entre cada una de las manifestaciones delictivas recogidas en los apartados o títulos correspondientes. Se equipara, por lo tanto, en cierta forma, el trato y la respuesta que adoptamos frente a delitos que, aunque compartan cierta naturaleza, representan una vulneración diferente de los bienes jurídicos y una conducta claramente distinta, no siendo aconsejable, por lo tanto, un trato por igual.

Además, cuando hablamos de libertad vigilada, aparte de encontrarnos con una aplicación totalmente homogénea en supuestos que claramente merecen un tratamiento diferencial, no se dispone de ningún criterio a tener en cuenta ni en lo que respecta a la duración de la medida de seguridad ni en cuanto a qué casos concretos sería recomendable su aplicación dentro de los delitos en los cuales es posible usar esta medida. Solo cabe esperar el buen criterio de los fiscales, para que no caigan en peticiones indiscriminadas y desproporcionadas por el simple hecho de que la ley lo permita.

Está claro que la falta de seguridad en su aplicación supone un gran problema a efectos de ejecución de la medida, pero también en el propio fundamento de su imposición, ya que si no conocemos primeramente y en su totalidad el mecanismo impuesto en sentencia, dudosamente podremos justificar una proporcionalidad para con su uso.

SITUACIONES ESPERPÉNTICAS

En definitiva, podemos decir que la libertad vigilada no está adecuadamente regulada en el Código Penal, dando lugar a numerosas situaciones que podríamos llamar esperpénticas. Por ejemplo, podríamos preguntarnos si no sería exigible que, para su imposición, se precisara una condena privativa de libertad. En el proyecto estaba prevista la exigencia de una pena de un año de prisión. Sin embargo, en la última reforma no se recoge esta apreciación, por lo que se da la paradoja de que se está imponiendo con penas de trabajos en beneficio de la comunidad de, por ejemplo, 30 días, con dos años de libertad vigilada, y, además, con penas accesorias que pueden llegar a constituir una duplicidad con la libertad vigilada.

Y ahora llegamos a la pregunta esencial de todo este entuerto, de necesaria respuesta para poder sentar las bases de la construcción de la ley que ampara esta medida de seguridad: ¿cuál es el objetivo final de la libertad vigilada? No parece que sea atender a criterios de peligrosidad, sino más bien intuimos razones de otro tipo, como hacer frente a la alarma social creada por los medios de comunicación más sensacionalistas: esto justificaría que solo se aplique a las víctimas 173.2, es decir, aquellas que se entiende sufren de especial vulnerabilidad. Porque, visto así, ¿las demás víctimas son víctimas de segunda categoría?

Si contrastamos la vulnerabilidad de la víctima con la peligrosidad del individuo que comete el delito, ¿quién debe valorar esta peligrosidad para determinar que se debe imponer una medida de seguridad consistente en una libertad vigilada? No existe, en esta ley, ningún criterio o estándar que permita tal ponderación, hecho que deja a completa discreción del juez o del tribunal sentenciador tomar una decisión al respecto con el hándicap que ello supone. Imaginemos, si no, aquellos supuestos de conformidad en los que ni siquiera el juez ha tenido ocasión de valorarlo.

Por todo lo expuesto, podríamos entender que el legislador ha hecho lo contrario de lo que sería razonable, y es que, en primer lugar, debería constatarse que el uso de esta medida es efectiva en nuestro sistema y, una vez confirmado, concretar los mecanismos de vigilancia, control y ejecución adecuados, y también prever todas las posibles incidencias y particularidades que se puedan presentar. Todo ello, en lugar de ampliar un catálogo y abrir las puertas a la extensión de este virus que supone la libertad vigilada.

LIMITAR SU APLICACIÓN

Tal y como están las cosas, sin una herramienta adecuada y fiable, deberíamos limitar su aplicación a aquellos casos en los que sabemos, con plena seguridad, que la peligrosidad está efectivamente latente y cabe adoptar una medida de control.

Si la clave es trabajar para garantizar la resocialización del sujeto y así evitar mantener la medida más tiempo del necesario, a la vez que nos aseguramos de su efectividad, ¿cómo pretenden hacerlo sin ni siquiera saber quién controla la medida? Al tratarse de una labor particularmente compleja, se echa en falta la designación de profesionales encargados de llevar a cabo un seguimiento concreto de la evolución de la medida de seguridad, los denominados agentes de libertad vigilada.

El hecho de que estas medidas estén en contra de la resocialización, que es, según el artículo 25 CE, el fin al que deben estar orientadas las penas y las medidas de seguridad privativas de libertad, es clave para argüir la inconstitucionalidad de la libertad vigilada, acción que debería ser, hoy por hoy, una prioridad que forzara a una correcta legislación en este sentido, que siente las bases necesarias para poder llevar a cabo su aplicación de forma proporcional y justa, sin tener que dejar en manos de los actores judiciales la interpretación libre de su proceder.

Esther López Ferreras

Coordinadora SOJP CICAC

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