30 octubre 2015

La mirada del acusado

Doce hombres sin piedadTwelve angry men (Doce  hombres sin piedad, 1957) puede entenderse desde la primera y la última secuencia de la película.

Doce hombres sin piedad se abre con una lenta panorámica sobre las solemnes columnas clásicas de la sede del Tribunal de Justicia de Nueva York. Luego la cámara se desplaza sobre sus corredores y pasillos donde asistimos a la explosión de júbilo de unas personas que han obtenido, justicia hasta que la cámara se detiene ante las puertas de la Sala 228: en ella otro drama humano está a punto de iniciar su acto final.

En la primera secuencia  la cámara del director, Sydney Lumet, nos deja ver a los doce hombres que conforman el jurado mientras escuchan el summing up, el resumen que hace el Juez  para el jurado, una vez que el fiscal y el abogado defensor han finalizado sus alegatos finales.

“Han asistido a un caso largo y complejo: asesinato en primer  grado. El homicidio premeditado es el crimen más grave para un tribunal penal. Han escuchado los testimonios  y se ha interpretado la ley al respecto. Ahora deberán reflexionar para intentar  separar lo real  de la fantasía. Un  hombre ha muerto y la vida de otro está en juego. Si albergan una duda razonable sobre la culpabilidad del acusado, una duda razonable, deberán emitir un veredicto de inocencia. Si no existe una duda razonable, deberán, con la conciencia tranquila, deberán declarar culpable al acusado. Sea cual sea su decisión, su veredicto deberá ser unánime. En el caso de que declaren al acusado culpable, el tribunal no acogerá  una recomendación de clemencia. La pena de muerte es obligatoria en este caso. Van a asumir una gran responsabilidad. Gracias caballeros”).

Mientras  discurre ese postrero discurso judicial, un travelling nos deja ver los rostros de los jurados, una manera de presentarlos, pero también de que exploremos sus caras mientras escuchan la advertencia del Juez. Luego los jurados comienzan a abandonar la Sala mientras el acusado, un chaval, mira angustiado a los hombres , sus iguales, que van a decidir su suerte, la de un acusado de la muerte de su padre. Lumet funde, muy lentamente, ese rostro con la imagen de la sala del jurado, la jury room, donde se va a decidir su futuro . Esos hombres que el acusado mira en primer plano son por una ley anciana sus iguales, pues en ello reside la vieja institución del jurado, ser juzgado de manera imparcial y conforme con la ley por hombres libres y no sólo por la autoridad omnímoda del Rey. Los doce hombres seleccionados para formar  ese jurado, abandonan la sala donde han escuchado al fiscal y al abogado defensor, así como a sus testigos y peritos. Tienen la obligación de pronunciar un veredicto según su saber leal y entender, son legos no jurisconsultos, pero sujetos a un mandato constitucional imperativo, uno de los pilares individuales del Estado de Derecho: toda persona es presumida inocente. Es en este punto en el que reside el gimmick, el pivote del guión sobre el que va a girar toda la estructura de la trama. Un solo jurado, el personaje que interpreta magistralmente Henry Fonda, planteará honrada y tercamente a los demás que tiene dudas razonables sobre la culpabilidad del acusado y esa convicción profundamente comprometida con los valores democráticos y constitucionales de una justicia popular, desatará una tormenta de ideas, prejuicios, biografías personales entre el resto de los miembros del jurado.

Por eso la mirada angustiada del chaval acusado de la muerte de su padre es la de alguien que mira a otros seres humanos investidos de un enorme poder que van a decidir su suerte , y esa mirada lo que se pregunta es si son verdaderamente conscientes de la verdad de lo que sucedió y si son conscientes de su derecho a no ser condenado sino por pruebas de cargo que no dejen resquicio a la existencia de una duda razonable sobre su culpabilidad.

Cuando abandona la sala también algunos jurados miran al chaval acusado de la muerte de su padre; otros abandonan la sala sin más. En la jury room, en la sala de reunión del jurado y durante esa bochornosa tarde neoyorquina, se discutirá no sólo la culpabilidad de ese acusado, algo que tienen muy claro todos menos uno de los jurados, sino que palabra contra palabra, gesto tras gesto, silencio frente a gritos, razones frente a prejuicios, se enjuicia también el sentido de los valores procesales constitucionales e, inevitablemente, la calidad humana de la justicia, la necesidad de que cada caso sea el caso, que no pueda enjuiciarse en atención a rutinas, comodidades vitales u hondos prejuicios que destruyen la imparcialidad de quienes deben examinar con desapasionamiento, la culpabilidad de uno de nosotros, de un ser humano.

Comparte: