02 diciembre 2014

Jueces y abogados en una sociedad en crisis

Por José Juan Toharia, catedrático de Sociología y abogado. Presidente de Metroscopia

Artículo publicado en Diario La Ley, Nº 8431, Sección Tribuna, 28 de Noviembre de 2014, Año XXXV, Ref. D-400, Editorial LA LEY

Tras años de profunda crisis económica Abogacía y Justicia presentan balances que deberían ser coincidentes, pero no lo son. Frente a la sensación de independencia, unidad y sólida vertebración interna (vía Colegios) que transmite la primera, la segunda sigue lastrada, en su imagen social, por lo que se percibe como permanente intento de intromisión, ocupación y control de su dinámica interna por parte del ámbito político, precisamente el que mayor rechazo y desafección provoca en la ciudadanía.

Los españoles llevan ya varios años expresando su creciente incomodidad con el modo en que está siendo gestionada nuestra sociedad. O, lo que es lo mismo, con la forma en que —en el actual, severo y prolongado, contexto de crisis económica— están desempeñando sus funciones nuestras principales instituciones públicas. Masivamente, se identifican con la democracia (e incluso, concretamente, con esta democracia), pero cada vez lo hacen menos con la forma en que actualmente nuestro sistema político funciona; no creen que este sea un país corrupto, pero concluyen que la corrupción existente (y que descubren anidada fundamentalmente en rincones mal vigilados y ventilados de nuestra vida pública) no es descubierta, repudiada y castigada con la claridad, rotundidad y prontitud que desearían; solicitan, de forma ampliamente mayoritaria, una reforma a fondo de la actual Constitución, obviamente desfasada en buena parte de su contenido respecto de la actual realidad, pero comprueban que dicha reforma dista mucho de constituir, en estos momentos, el tema estrella de nuestro debate público.

En consecuencia, han ido optando por dar la espalda a un entramado político-institucional que perciben crecientemente anquilosado y ajeno, replegándose en torno al puñado de instituciones que, en definitiva, en tiempos tan turbulentos, están logrando mantener el país a flote. Y estos son —y llevan siéndolo ya, ininterrumpidamente, desde hace al menos seis años según los sucesivos Barómetros de Confianza Institucional que elabora Metroscopia— los investigadores científicos, los médicos y el personal de la Sanidad Pública, los profesores de la enseñanza pública, Cáritas (pero no la Iglesia), El rey Felipe VI, la Guardia Civil, la policía, las ONG, las universidades, los servicios sociales de los Ayuntamientos (pero no estos) y las Fuerzas Armadas. Es decir, instituciones, cuerpos profesionales y servicios de claro perfil altruista/protector/asistencial cuya competencia y entrega al bienestar general es objeto de un más que entendible, y sin duda merecido, reconocimiento social.

A continuación (y dentro de la de lista 32 instituciones y grupos sociales sometidos a evaluación ciudadana por Metroscopia) (1) aparecen —quizá para sorpresa de quien no ande muy avisado de nuestra actual dinámica social— los abogados, claramente por delante, una vez más, de las restantes instituciones que integran nuestro sistema jurídico. Que jueces, tribunales y fiscales, en conjunto, y Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional, en concreto, queden por detrás de la Abogacía el algo que parece merecedor de alguna breve reflexión.

La Justicia (y los diversos elementos que la integran) tiene desconcertada a la ciudadanía, que no sabe muy bien a qué atenerse, en definitiva, a su respecto. Por un lado, los españoles consideran que, en conjunto, jueces y fiscales son competentes, honestos e independientes y que, llegado el caso, constituirían el último baluarte defensivo de los derechos y libertades ciudadanas (diagnóstico, que por cierto, comparten de forma rotunda los abogados, según los datos del último Barómetro de Opinión de la Abogacía realizado por Metroscopia para el Consejo General de la Abogacía Española).

Pero, por otro, tienen la clara impresión de que nuestra Justicia funciona mal, de que no está bien atendida y que, permanentemente, se trata de condicionarla y manipularla. Y, por tanto se propende a recelar de ella: «buenos jueces, mala Justicia», lleva siendo, desde hace ya muchos años, la fórmula que mejor sintetiza el sentir popular. Según datos de este mismo mes de noviembre de 2014, nueve de cada diez españoles piensan que, en nuestro país, todos los gobiernos, sea cual sea su color político tienen más interés en controlar a la Justicia que en proporcionarle los medios de todo tipo —que ciertamente necesita, y con urgencia— para posibilitar su mejor y más independiente funcionamiento.

Las pugnas por ocupar, partidistamente, los distintos órganos de control o gobierno del mundo judicial no han contribuido precisamente, en todos estos años, a diluir esta impresión. La Justicia se debate así, en nuestro imaginario colectivo, entre el respeto y la confianza y el recelo y la desafección: los medios proporcionan, cotidianamente, elementos sobrados para confirmar esta demoledora ambivalencia.

Los abogados, por su parte, han logrado —sobre todo en este último decenio—una imagen inequívocamente positiva en nuestra sociedad. Han logrado transmitir la sensación de constituir una profesión, unida, independiente y atenta a la realidad social. Los datos disponibles —procedentes de sondeos recientes— son claros en este sentido. Por un lado, el 68 % de los españoles considera que, en conjunto, nuestra Abogacía tiene actualmente un elevado, y homogéneo, nivel de preparación y competencia profesional, para cuyo mantenimiento se percibe como irreemplazable la labor de los Colegios: una abrumadora mayoría (80 % frente a 16 %) cree que si fuera posible ejercer la abogacía sin necesidad de colegiación, la actual elevada calidad que perciben en esta se vería negativamente afectada.

En segundo lugar, ni más ni menos que el 82 % de los españoles piensa que los abogados desempeñan un papel esencial en la defensa de sus derechos y libertades. Es decir, el abogado se aparece ahora, a ojos del español medio, como un celador eficiente y confiable de sus derechos y libertades, es decir, de lo que —como ciudadanos— más puede importarles. Con su permanente implicación y activismo a lo largo de estos últimos años en causas pro bono publico, sin especial relación con sus directos y exclusivos intereses profesionales o corporativos (por legítimos, por cierto, que estos hubieran podido ser) la Abogacía parece así haber sabido explicitar de forma inequívoca a la sociedad el sentido último de su función: defender y consolidar el interés público precisamente mediante la defensa y salvaguarda de intereses particulares.

Finalmente, y de forma prácticamente masiva (70 % frente a 26 %), la población española cree que la existencia de los abogados, tal y como estos ahora desempeñan su profesión, permite que se aclaren y resuelvan pacíficamente situaciones que, de otro modo, podrían derivar en injusticias y violencia. Es decir, existe un claro y amplio reconocimiento a la función profiláctica y sanadora que sobre la conflictividad social desarrolla la abogacía. Los datos disponibles llevan ya años indicando que aproximadamente tan solo un tercio (o quizá algo menos) de todos los asuntos que llegan a los despachos de todos los abogados españoles terminan en litigio ante los tribunales.

El resto es reconducido hacia soluciones menos traumáticas y socialmente menos onerosas (en todos los sentidos) mediante el recurso a la transacción, al pacto o al acuerdo. Esta labor esencial de orientación y asesoramiento resulta, pues, percibida y reconocida por la ciudadanía como algo que no cabría segregar de lo que, prototípicamente, cabría definir como el ADN profesional del abogado.

Tras estos años de profunda crisis económica (pero también social, institucional, política y de valores) Abogacía y Justicia presentan así balances que deberían ser coincidentes, pero no lo son. Frente a la sensación de independencia, unidad y sólida vertebración interna (vía Colegios) que transmite la primera, la segunda sigue lastrada, en su imagen social, por lo que se percibe como permanente intento de intromisión, ocupación y control de su dinámica interna por parte del ámbito político, precisamente el que mayor rechazo y desafección provoca en la ciudadanía.

(1) Véase el listado completo del, por ahora, último Barómetro de Confianza Institucional elaborado por Metroscopia en el diario El País, domingo 24 de agosto de 2014, pág. 16.

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