20 diciembre 2013

La abogacía en tiempo de crisis

Por Juan Antonio Cremades Sanz-Pastor, Presidente de Honor de la Unión Internacional de Abogados (UIA).

 

Hace 51 años me dirigía yo con mi padre hacia la Audiencia Territorial de Zaragoza para jurar como abogado, apadrinado por él.

Mi padre se paró en un estanco y salió con varias cajas de puros. Me explicó que la tradición era que el nuevo letrado ofreciera un cigarro a todos los presentes, desde el Presidente de la Sala hasta el último de los asistentes.

Ni que decirse tiene que, cuando el oficial anunció en el pasillo Audiencia pública. Jura de nuevo letrado, se llenó la Sala.

Siempre pienso que es significativo que mi primer acto como abogado haya sido dar a los demás lo que me había entregado mi padre: en este caso, unos cigarros puros. Durante todo mi ejercicio profesional he procurado seguir transmitiendo lo que de él he recibido.

¿Qué he recibido de él?

En primer lugar, la enseñanza de que el abogado no es ni un simple consejero ni un mero portavoz calificado. Desde pequeño he visto a mi padre –que tenía el despacho en casa– despedirse del cliente diciéndole ¡Que usted lo pase bien! Y efectivamente el cliente lo pasaba mejor que cuando llegó al despacho, porque había dejado el problema que lo angustiaba en manos del abogado: ya no era su problema, sino el del abogado.

De mi padre he recibido también una tradición que se remonta a la Compilación de los Fueros de Aragón, que, por mandato del Rey Jaime I en las Cortes de Huesca de 1247, hizo el obispo de esta ciudad Vidal de Canellas: el abogado es un caballero andante al que la razón se le otorga por yelmo; el escudo es la fortaleza contra cualquier golpe; le paciencia le es otorgada por loriga; el ordenamiento de las palabras cumple y hace las veces de lanza; la lengua es dada en lugar de espada. De manera que inducido por amor a la justicia, gobernando el caballo con el freno de la memoria de sí mismo y del miedo de Dios, el laudable vocero de los pleitos –así lo llaman los Fueros– debe hacer frente a quienes pretenden violar los justos derechos de sus clientes.

Como Don Quijote, prototipo del caballero andante, el abogado –que tiene por dama a la Justicia– es un desfacedor de entuertos, el primer defensor de los derechos humanos, el valedor de las libertades fundamentales de la persona.

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Nos hallamos inmersos en una profunda crisis económica y social. Se resquebrajan múltiples instituciones consideradas fundamentales antaño y que parecen un lujo superfluo hogaño.

En estos tiempos de crisis, muchos tecnócratas quieren no ver en el abogado más que una empresa –pequeña, mediana o grande– de asesoría jurídica. Como tal, sometamos, dicen, la abogacía a la reglamentación general de las demás profesiones. Suprimamos el carácter obligatorio de la colegiación. Deroguemos las obligaciones deontológicas. Hagamos desaparecer las seculares tradiciones de la abogacía y, de manera especial, el secreto profesional del abogado.

Lo esencial es que al consumidor le salga más barato recurrir a un abogado; que juegue a pleno la libre competencia; que no exista ninguna limitación en la investigación de ciertos delitos, como el de blanqueo de dinero. ¡Qué terrible cosa cuando la represión de un delito se pone de moda! Las autoridades, los medios de comunicación, el público olvidan los derechos más fundamentales en aras a una mayor represión de todo presunto delincuente.

Para algunos, el abogado deja de ser el defensor fundamental de los derechos humanos: el Estado en una sociedad moderna tiene la voluntad de respetarlos y para su defensa están jueces y fiscales.

El abogado no es más que un simple prestatario de servicios jurídicos.

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Ante tamaño dislate, permítanme que –como antiguo alumno de los padres jesuitas– reaccione siguiendo la prudente enseñanza de San Ignacio de Loyola: “en tiempo de desolación nunca hacer mudanza”.

Ciertamente, si pensamos en nuestra sociedad europea, puede que hoy no tengan repercusiones gravísimas la supresión, por ejemplo, de la colegiación obligatoria de los abogados o la imposición del deber de denunciar al cliente en determinadas hipótesis.

Pero no podemos ignorar las consecuencias catastróficas que tendrían dichas medidas cuando la sociedad atraviese momentos difíciles y los abogados deban defender al ciudadano contra poderes tiránicos, protegiendo valientemente los derechos fundamentales de la persona humana.

No olvidemos que, en tiempos no muy lejanos, tal situación se ha dado en Europa.

Y sobre todo no limitemos nuestra mirada a los países de nuestro continente. Cicerón escribió en De Republica: Nuestra casa no es la que encierran nuestros muros, sino el mundo entero que los dioses nos han dado como morada y como patria para que lo tengamos en común con ellos. En materia de protección de los derechos humanos, debemos tener presente a toda la humanidad. No podemos obviar las dificultades que tienen en muchísimos países nuestros compañeros abogados para desempeñar la defensa de derechos fundamentales de sus clientes.

En estos lugares se necesita una estructura sólida de la abogacía. El abogado tiene que oponerse al poder establecido político o fáctico. Un abogado solitario es un abogado vulnerable. Para defender la libertad del ciudadano, el abogado necesita la solidaridad de la abogacía por medio de su Colegio y la solidaridad mundial a través de asociaciones internacionales de abogados. Y para que ese derecho de defensa no sea un puro engaño, se requiere el más escrupuloso respeto del secreto profesional.

El modelo que adoptemos en Europa tendrá una enorme influencia en la abogacía de otros continentes. No pensemos tan sólo en los hipotéticos beneficios para los consumidores de nuestras sociedades, que –gracias a Dios– atraviesan un periodo de estabilidad democrática. Hay que tener presentes a los habitantes de otros lugares en situaciones menos favorecidas.

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Un par de ejemplos, ilustrarán esta afirmación.

El primero es contemporáneo. Durante mi presidencia de la Unión Internacional de Abogados tuve que desplazarme a un país donde se había producido un corte de electricidad en un pueblo durante una visita del dictador. Los militares de la guarnición fueron acusados de tentativa de golpe de estado. Los defendió un abogado, que consiguió su absolución. El dictador destituyó al Ministro de Justicia, nombró a un general Ministro del Ejército y de Justicia y ordenó que se procediera contra el abogado para decretar su expulsión del Colegio. Me presenté al Presidente del Tribunal, quien su extrañó de que el Presidente de la Unión Internacional de Abogados se desplazara por un asunto sin importancia. Le contesté que proteger el derecho de defensa del ciudadano no era un tema baladí. Lo probaba que el palacio de justicia y sus alrededores estaban tomados por el ejército. Fui también a ver al Ministro a quien le dije que, si sancionaban a ese abogado, al volver a Europa lo declararía miembro de honor de la Unión Internacional de Abogados, haciéndolo saber a nivel mundial. Le impactó claramente la amenaza: el abogado fue absuelto, por la solidaridad de la abogacía. Años después era Decano del Colegio de ese país.

Cuando un régimen quiere violar los derechos y libertades, comienza tratando de amordazar a los abogados.

El segundo ejemplo se remonta al siglo XVI. Siglo de crisis, de crisis espiritual, peor aún que la material. Siglo marcado por la intolerancia, en el que se oye una voz a contracorriente, la del aragonés Miguel Servet que clama: Es un invento nuevo, ignorado por los apóstoles y por la Iglesia primitiva el de abrir una causa criminal fundándola en las enseñanzas de la Escritura o en cuestiones procedentes de ésta.

Servet, que era entonces médico en el Delfinado, envió a Calvino su libro Christianismi Restitutio, impreso clandestinamente. Calvino lo comunicó a la Inquisición francesa, la cual transmitió la denuncia al juez penal, que ordenó la detención de Servet. Se evadió de la cárcel –había curado de una enfermedad grave a la hija del juez, lo cual siempre ayuda– y sólo se pudo ejecutar en efigie la condena a ser quemado decretada por la jurisdicción del rey de Francia. Tras meses de huída, fue localizado de paso por Ginebra, donde Calvino ordenó encarcelarlo y juzgarlo.

Servet escribe a sus jueces cuando se encuentra en la prisión:

“Como soy extranjero y no conozco las costumbres de este país ni cómo hay que hablar y proceder en juicio, os suplico humildemente que me nombréis un abogado que hablará por mí. Haciendo esto actuaréis bien y Nuestro Señor hará prosperar vuestra República. Hecho en vuestra ciudad de Ginebra, el 22 de agosto de 1553”.

A lo que contesta el Fiscal: “Viendo lo bien que sabe mentir, no hay motivo para que pida un abogado”. Añade: “No presenta ni un gramo de apariencia de inocencia que exija un abogado”. Y concluye: “Debe por lo tanto ser inmediatamente rechazada esa petición”.

Servet presenta un nuevo escrito “hecho en vuestras cárceles de Ginebra el 15 de septiembre de 1553” protestando porque la acusación disponga de un abogado y él no:

“Mis Señores: yo os he pedido un abogado, como habéis permitido que lo tenga mi contraparte, la cual no lo necesitaba tanto como yo que soy extranjero e ignoro las costumbres de este país. Se lo habéis permitido a él y no a mí”.

Se ve pues obligado a firmar sus escritos indicando “Miguel Servet, en su propia causa”.

Sin abogado que lo defendiera, no es de extrañar que fuera condenado a ser quemado vivo, lo que se hizo el 25 de octubre de 1553, con leña fresca, para que durara más el suplicio.

Mucho valor hubiera debido tener nuestro compañero si los jueces hubiesen designado un letrado a Servet. Calvino había escrito a un amigo: Si Servet viene por aquí, por poca autoridad que tenga yo, no lo dejaré salir vivo. El abogado de Servet habría necesitado el apoyo de toda la abogacía de Ginebra para cumplir su misión de defender un derecho humano fundamental: la libertad de religión y de convicciones.

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Un Estado de Derecho no puede existir sin abogados libres, competentes, atrevidos, respetados e independientes.

Hoy, como desde hace 51 años, voy a transmitir la enseñanza recibida de nuestros antecesores en la profesión: el abogado no es un simple prestatario de servicios jurídicos. Es, antes que nada, un defensor de los derechos humanos.

Requiere un estatuto que asegure su independencia y que garantice el respeto del secreto profesional, indispensable para la confianza del cliente con su abogado. Necesita un colegio potente que lo proteja y el apoyo de la abogacía mundial a través de las asociaciones internacionales.

Creo firmemente que debemos proclamar este mensaje, con ocasión y sin ella, para contrarrestar los esfuerzos de los tecnócratas que quieren imponernos reformas sin ver más allá de la crisis económica en la que estamos inmersos.

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