02 octubre 2013

De un indulto absolutista (todavía hoy) a un indulto constitucional

Jesús López-Medel Bascones, abogado del Estado

Strategy CrisisA Eduardo García Enterría, que nos transmitió sus convicciones en la lucha contra las inmunidades del poder

Numerosas veces el poder político se siente cómodo con leyes muy antiguas que dictadas en épocas muy pretéritas y en otros contextos han perdurado y que le dan a aquel unos márgenes donde los límites son escasos y el control casi inexistente.

Es el caso de la Ley de Indulto de 1870 cuyo uso prolijo en nuestra historia  reciente solo se ve superado por la utilización arbitraria en ocasiones de esta institución que se mantiene incólume en su forma de ejercicio sin haberse realizado adaptación alguna a los principios y valores constitucionales.

La figura del indulto, que engarza con la concepción de la monarquía absoluta (y antes), no ha experimentado cambios en su configuración, su justificación ni sus límites. Aunque la Constitución refiere su titularidad en dos ocasiones al Rey, es, no obstante el Gobierno quien lo tramita y concede. Aunque en esa norma se califica como un “derecho”, tampoco lo es, ni desde el punto de vista del solicitante o potencial beneficiario, ni tampoco desde la perspectiva de quien la concede, ni tan siquiera una prerrogativa, término que en la actualidad no es muy propio sino más adecuado sería el de potestad.

En todo caso, decía, el paso del tiempo y una concepción más democrática de las instituciones, demanda la inaplazable urgencia de que se elabore una nueva Ley de Indulto que deje atrás tanto deficiencias originarias y que el tiempo ha puesto a la luz, al igual que algunas actuaciones recientes de los últimos gobiernos concediendo indultos que socialmente son muy reprobables.

En todo caso, aunque los tiempos no son proclives a acuerdos y las mayorías absolutas se entiendan equivocadamente como un cheque en blanco, la necesidad de una nueva ley es sentida no solo por potenciales beneficiarios, sino por la propia sociedad, todos los operadores jurídicos y, particularmente, los letrados ocupados en temas penales que puedan conocer de modo más previsible y racional cuándo y con qué límites procede.

En ese nuevo texto, deberá partirse de que el indulto representa una excepción (y en consecuencia así debe ser tratada siempre) del principio general de la aplicación de las penas y, asimismo, del sistema de distribución de poderes, privándosele de esta función a quien tiene la competencia constitucional exclusiva para juzgar y ejecutar lo juzgado. Todo tratamiento legal, debe partir, pues, de esa excepcionalidad.

CONCRETAR Y LIMITAR LAS CAUSAS DE OTORGAMIENTO

Ello supone, en primer lugar, concretar y limitar las causas de otorgamiento de este beneficio. Ahora, está absolutamente abierto y su concesión no exige legalmente la concurrencia de circunstancias, que deberían ser extraordinarias (como la institución) para paliar aquello que no pueda lograrse vía beneficios penales y penitenciarios.

Así, solo razones de justicia material pueden ser hoy la única justificación de esta institución, modulando en casos muy singulares la utilización de esta medida y vinculándolo a uno de los fines constitucionales de las penas: la reinserción y rehabilitación social. En todo caso, debe subrayarse que esta institución jurídica, como todas, está sujeta y condicionada por los principios y valores constitucionales, debiendo hacerse su enfoque desde lo que supone ser un “Estado Social y Democrático de Derecho” y no como algo ajeno a ello.

En todo caso, hay una cuestión muy delicada: el tratamiento de igualdad, de modo que el órgano con competencia para concederlo debe valorar que lo que está haciendo en ese caso concreto (concediéndolo o denegándolo) va ser un precedente que podría ser utilizado (y eventualmente en su impugnación) por otros que se encuentren en idéntica o muy semejante situación y que son tratados de manera diferente. Si a una persona condenada que está en determinadas circunstancias se le otorga el perdón, no puede haber razones que justifiquen en un asunto prácticamente semejante un tratamiento diferente.

Otro asunto muy sensible y sobre el que reflexionar es acerca de qué tipo de penados pueden ser objeto de indulto. ¿Todos? El carácter excepcional de la institución, acaso requiera una delimitación más precisa, y en este caso por vía negativa donde el rechazo social del delito fuera tan intenso que, acaso, justificaría la exclusión de determinadas conductas penales. ¿Es asumible (no solo por la victima sino también por las futuras y particularmente por la sociedad) el indulto a un violador? ¿Lo es para responsables de delitos de corrupción de menores o tráfico de niños? ¿Un narcotraficante a gran escala? ¿Qué mensaje se traslada a la sociedad cuando se indulta a todos los políticos? El tema merece una reflexión.

Esa coherencia exigible tiene relación con el carácter de la decisión. Esta no es puramente un acto graciable, un acto caprichoso o absolutamente inserto en la total libertad y la ausencia de límite y criterio, sino que en un Estado de Derecho, debe estar sujeto legalmente a unos motivos, a unos límites materiales y, evidentemente, a unos cauces procedimentales.

Se trata, en definitiva (y desterrados los actos arbitrarios por el artículo 9 de la Constitución), de situarlos en el concepto de actos discrecionales, sujetos a lo anteriormente señalado y en los cuales, aunque el campo de decisión sea amplio, ello no quiere decir que sea absoluto, sino por el contrario sujeto a control previo interno antes de su otorgamiento y claramente control externo judicial ex post, pudiendo recurrirse tanto su otorgamiento vía Decreto como su denegación mediante Acuerdo del Consejo de Ministros.

ATRIBUCIÓN DE ESTA POTESTAD A LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL

Respecto la institución competente, no existe, frente a la apariencia, una reserva a favor del Gobierno, por lo que acaso podría reflexionarse sobre una más adecuada atribución de esta potestad, encomendándosela a quien tiene la función jurisdiccional, concretamente al Tribunal Supremo su concesión, alejándolo así más –en principio- a intereses políticos, financieros, o de otro tipo donde los políticos se mueven con mucha más nebulosa y más favoritismo.

Un tema fundamental es la motivación. Es asombroso que exigiendo la Ley de 1870 que el Decreto de concesión debiera ser motivado, en cambio, una ley de 1988, ya bajo el amparo de nuestra Constitución, suprimiera, además por unanimidad, esa exigencia. Sin perjuicio de que consideremos que pese a ello, por aplicación de otras normas (artículo 54 de la LRJPAC, por ejemplo), debe exigirse esa motivación precisa, alejada de fórmulas vagas, rituales y repetitivas. En todo caso, la nueva normativa, deberá reforzar aquello.

Asimismo, debe ponderarse más el valor de los informes que emitan el órgano judicial sentenciador, el Ministerio Fiscal y otros a los que se les pida criterio. De una manera muy particular el de la víctima o sus herederos cuando el delito haya tenido un particular agraviado y de un modo aún más relevante si ha producido el resultado de muerte o daños personales graves. Cierto es que el perdón no puede quedar en manos de los directamente ofendidos, pero resulta gravemente injusto, ignorar en estos casos, la existencia de unas víctimas a las que en la normativa europea se intenta proteger y aquí solo marginar (salvo un tipo de ellas).

También deben introducirse pautas en orden a que efectos produce respecto un condenado la solicitud del indulto en el sentido de que si éste es solicitado, suspende o no la aplicación de la pena. Esto debería quedar más constreñido pues dejando a un lado aquellos casos de penas breves donde una entrada en prisión haría ineficaz su otorgamiento posterior, el caso es que el valor ejemplarizante, exige tratar desde una perspectiva excepcional –aunque fuese por breve tiempo- lo que supone un no inicio de cumplimiento de pena, máxime cuando esto, la suspensión de la efectividad de la pena antes del indulto, se produce generalmente en ámbitos de penados de mayor potencialidad e influencia.

Otro asunto importante en la nueva regulación debe ser fijar el control judicial (sin perjuicio del social y el parlamentario) de las decisiones sobre el indulto. Cierto es que como medida discrecional, con unos entornos amplios, la efectividad de su impugnación no es fácil pero sí que, necesariamente en un Estado de derecho, debe configurarse como posibilidad. Y ese control, por supuesto, debe afectar a los elementos formales y procedimentales, al igual que a los límites legales sobre la extensión (penas accesorias, costas, indemnizaciones, etc). También, y esto es muy importante, a su motivación.

Pero también y esto es fundamental, a una ponderación de la oportunidad, la proporcionalidad (que en esta materia es fundamental), la objetivación, la razonabilidad, el tratamiento injustificadamente diferente, o simplemente cuando la discrecionalidad deriva en arbitrariedad. La competencia le correspondería a la Sala Tercera del Tribunal Supremo, aunque el tema de la legitimación es limitada en la práctica, al ser el Ministerio Fiscal un órgano más que dependiente, sumiso y complaciente siempre con el Gobierno-. La legitimación es ciertamente reducida a las víctimas y, por vía de ejecución del indulto, al órgano sentenciador, tal y como en algún asunto ha sucedido. En todo caso, y lo refuerza la LJCA de 1998, no son admisibles en nuestro Derecho, decisiones del Gobierno “cualquiera que sea su naturaleza” de aquellas, inmunes al control judicial.

Esto son algunas de las varias cuestiones que se suscitan y que decisiones más que polémicas de los gobiernos en los últimos años pueden y debe generar el ánimo para que cuando el Parlamento sea algo más que una apisonadora para evitar debates, un lugar de insulto o de aplauso palmero al líder, recupere su protagonismo y elabore una nueva ley de indulto acorde con nuestros tiempos y a nuestra formulación, al menos teórica, como “Estado social y democrático de Derecho”. Y en ello, los abogados, a través de sus Corporaciones, deben tener un papel activo.

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